Podemos advertir un punto de encuentro acentuado por cualquier viajero que entra  a esta isla real, la recorre en sus diversos espacios  imaginarios, ambientales y sobre todo poéticos, donde la visión alcanza el detalle, el mundo que poco a poco y desde la historia de las formas se va creando como imagen, símbolo, color y tiempo. El ojo descubre su razón mientras participa del detalle:  un lago, una siembra, un cauce que parece surgir de la memoria y de los elementos conformadores de un paisaje que ha surgido como visión y gesto natural isleño, bañado por una luz materializada por el ojo sensible del artista que presenta  fragmentos o detalles insulares.

En el plano-conjunto que hace visible la cascada, el salto de agua, una isla que se quiere confundir con el horizonte y los matices del color marcado por una imponente impresión de realidad, encontramos al ser del origen, signo, espacio imaginario y vertiente histórica; isla dentro de otra isla más grande que es la identidad y el corazón que acoge modos de ser y de vivir, descubriéndose en ella entidades esenciales de la biodiversidad.

La mirada participa de esa naturaleza  que tanto podemos advertir como narrativa  y contenido-forma. La misma dice sus motivos, convirtiéndose en agua, fruto, mar, corpúsculo isleño, desliz y movimiento ocular que absorbe y penetra la materia-forma del mundo natural dominicano,  construido mediante una identidad natural y cultural dinámica y poética.

Así, logramos ver un paisaje que aparece como cuadro natural, hidrológico, geológico en su visión luminosa, presentificada por el hombre dominicano al advertir la belleza cromática y por lo mismo silente, como  tejida por un clima cambiante, a veces nublado, lluvioso y otras veces soleado. Los habitantes de la isla se dejan atrapar por aquello que nos cuenta la misma naturaleza, donde mujeres, niños, ancianos, jóvenes inician su andar por sitios que ya son hitos, sendas reales e imaginarias que construyen el rostro y el rastro del país dominicano.

Nada más que entrar en este registro insular, para ver cómo la naturaleza misma se abre a la visión del creador visual y con ella a un espectador impresionado por el fragmento, el detalle, el encuadre, la narrativa visual que nos persigue y casi nos obliga a respirar y detenernos para tocar la forma, la luz hecha color, el poema de sus formas y la constancia visional de sus elementos.

Lo que sucede como fenómeno de luz, lo captado por el ojo, es justamente el paisaje sensorial de un conjunto de puntos fuertes motivados desde un orden fotográfico estable, sugerido, particularizado como signo y significado por la cámara-ojo del artista.

El hecho mismo de localizar un paisaje, una ruta geopoética, un declive, o un cauce de agua-luz, produce un espacio mágico, un ambiente  como conjunto natural y cultural.  El mismo va tomando forma y sustancia en la medida que el mirar se constituye en escena de la cultura-naturaleza, observable en la suma de cuadros luminosos que también nos informa sobre lo que es el marco ambiental de la República Dominicana.

La relación entre cultura y medio ambiente se expresa a través del encuentro entre los signos, sujetos, eventos naturales, huellas culturales y sobre todo la influencia que ejercen los fenómenos naturales en las personas asociadas y ligadas al ecosistema ambiental de una manera directa y principalmente a esa narrativa desigual que son los cambios climáticos. Toda una diversidad ecológica implica en República Dominicana, una visión y un conjunto de relaciones sujetas a procesos específicos de cultura en una dinámica justificada en el propio cambio de tonos ecológicos que producen efectos en el modo de vida y en las mismas relaciones intraculturales.

Pero es en el cauce entre paisaje y medio ambiente  donde la isla puede ser valorada en su tejido de lo diverso,  en sus imágenes naturales, tal y como podemos observarlo en montes,  arroyos, pastos, cuevas, ramajes arteriales, campiñas, sembrados diversos y otras aventuras de la tierra, desde las cuales se puede leer un orden  natural que rebasa lo arqueológico a partir de una visión que tiende a proyectar la presencia del mundo natural dominicano.

En efecto, las líneas de luz, color y espacio que constituyen entidades vegetales y paisajes geológicos que observamos en las grutas, fondos de agua y caminos abiertos, se reconocen como parte de un modelo a veces suspendido, otras veces liberado de la fijeza y también articulado como sensación de luz y movimiento.

Percibir la línea fijada por el ojo a través del registro sensorial y el dato cuasi-ontológico del hombre dominicano ante el paisaje que  evoca el sujeto a través de la mirada, el espectáculo de formas, líneas luminosas, horizontes y espectros colorísticos a favor de una interpretación simbólica y metafórica del paisaje y sus detalles.

Abrir ese significante plasmado como ente, espacio, unidad expresiva o sentiente indica un rutario del ojo hecho cuerpo y huella, inscripción, levedad y travesía casi táctil que impresiona por su movimiento y condición la memoria natural y cultural del sujeto rural o urbano que vive de sus quehaceres cotidianos enfrentados a las embestidas de la vida y el trabajo que se produce en el tiempo y la memoria de los días insulares.

La pala y la sal, el horizonte lejano y gris, la casa de madera abandonada con sus ventanas tímidamente abiertas y cerradas, junto a los archivos mágicos de aire y salitre, conforman un relato de los elementos presentes en el paisaje sureño que se prolonga en la luz de estos días silenciosos y solares de una región que es ambiente, trazado y forma de vida.

Los puntos naturales captados por el ojo y la búsqueda de los pobladores regionales, del Sur, del Cibao, del Este, de la línea noroeste, el Cibao y otros pueblos intermedios, sorprenden allí, donde la naturaleza va creciendo como rumor, cascada, brisa, viento fuerte, sol y agua, árbol, fruto y entidad, palpitando y cobrando valor en un cuadro natural activado por la intencionalidad del hombre dominicano. Y así los bordes y centros del sujeto insular, así como los ejes de base de la biodiversidad, aparecen como cuerpo, visión y desplazamiento.

De esta suerte, lo que se capta es el dato ambiental que se pronuncia en lo dado en el paisaje, haciendo que el caminante, el trabajador  rural o urbano, se haga testigo de un  paisaje abierto y festivo en la expresión de lo natural.  Fuerza vegetal y acuática se confunden con la luz y el color desde una estética  que asegura el paisaje y el espacio del ser dominicano.

El ojo no sólo capta, sino que también narra, aprehende ese mundo natural en su orden sensorial. Perspectiva y hondura cromática produce los reflejos y fondos nubosos y cósmicos de un suelo hecho visión y poesía.

Se trata, pues, de un relato visual de momentos conformantes del ambiente en el espacio ecológico que soporta el verdor como riqueza, visión, fotosíntesis y bioforma de un espacio natural y viviente que en este caso aparece como suma de fragmentos o detalles marcados por una identidad ambiental propia de las diversas regiones del país.

Así pues, la naturaleza como ensoñación, hace también visible el sueño del hombre dominicano, mediante un  encuentro hecho poesía, poema que rescata el sentido de un mundo sugerido por esa semántica natural de los elementos que conforman el ambiente y con él, la historia vegetal, geológica  y ecológica del país.