Las palabras que salvan quedaron inscritas en algún lugar de la memoria. Eran frases heroicas, como todas las de Martí, o más pausadas, como aquella de Baudelaire, “Y se traga el mundo de un bosteza infinito”, y aún casi elegíacas, como aquellas de los amantes que traían puñales en las elegías duinesas.

Me ha pasado en librerías de viejo en Ciudad México y en Madrid: ediciones que alguna vez tuve, que atesoré como un vikingo en su barco, y que de repente se me esfumaron en alguna mudanza, préstamo, aguacero, hurto.

Ahora que nos damos cuenta que los libros se van de viaje, que la cotidianidad está encadenada a la instantaneidad de whats app y Facebook, que salvarse de un tic requerirá tal vez una decisión vital, vuelvo a lo más seguro: a Rabelais, a Quevedo, a muchísimas cosas de León Felipe, a casi todo Walt Whitman. Puedo sentir la melodía de Kafka y Rilke en sus originales, pensar que me faltarían muchos años para llegar a la raíz de María Zambrano, oír a Ginsberg leyendo “Howl” o “America”, pero al final tendré que volver a las solapas de la vieja Editorial Losada y la dulce precariedad de Letras Cubanas.

Somos testigos de librerías que desaparecen. Los anticuarios serán como recintos para dinosaurios. Los bouquinistas seguirán con sus afanes de violinistas chagallianos.

Desde hace ya tres años, desde que cumplieran mis apetencias de todo Edgar Lee Master y todo Cervantes y un par de otros todos, tengo la sensación de que hay que marcharse.

A más días, más promesas, más excusas, más afanes, más quejar. Tantos “mases” dan la sensación de vértigo. ¿Para qué?, me pregunto.

Demasiadas las personas que conoces, excesivos los ámbitos y los rostros, precarias las palabras, como autobuses subiendo pendientes congeladas. Si a eso le agregas el vivir cruzando océanos y la obsesión de que todo llegue, el cansancio será lo más evidente.

Y pensar en el mundillo. Pensar en esos estragos cotidianos que hemos naturalizado, como si ya naciéramos chupados, exprimidos, cuidando paredes y vehículos, pagando puntualmente lomas de facturas, agobiados por la grasa, los riñones, el reconocimiento que alguna vez tendrá que llegar, ¡que tendrá que llegar!

Al final uno tiene que explicarse con la misma seriedad con la que el loro se podría disponer en una sala de operaciones.

Pero siempre hay un libro al fondo. Hay un libro que te permite tratar de renunciar a rostros, a ámbitos, a momentos consabidos. Es el poema que salva, el cuento que te acompaña. De ahí la fiesta de las palabras, la algarabía posible en alguna esquina, los encantos de las eventualidades, la frescura o el laberinto del azar, que eso no se sabe. Por eso la Fiesta del Libro Cielonaranja.

Tengo ya más de dos meses en Santo Domingo. Pienso que no he sacado la cabeza lo suficiente. Me he sentido bien así, haciendo lo que me gusta, y a veces, hasta sacando el pescuezo para que me lo retuerzan un chin, no por vocación sadomasoquista, sino porque hay que complacer al público, hay que darle a cada quien la atención que se merece, etc.

Quisiera poder explicarme pero no puedo. No hay nada que explicar. Nada que decir. Recuerdo a Sylvia Plath en aquel poema donde ella sólo quería estar tendida en el suelo, con las manos en alto. Recuerdo a René del Risco hablando sobre las dificultades de salir, porque quién sabe si aparece algún trompetista asesino. No sé si es por eso o por otras cosas que no he salido lo suficiente. He disfrutado las plantas de la Gabi como nunca, el corre-corre en el colmado de la esquina, las botellas de Soda Enriquillo como el agua que redime después del locrio.

En realidad cada vez sé menos cosa. Estoy en el sendero del cada-vez-saber-menos. De verdad que tienen sus encantos los ambientes por donde me estoy deslizando, los de nada, los de dos o tres seres queridos

Veo ángeles y arcángeles y muchísimos otros artefactos.

Ojalá y pudieran estar ustedes en esta azotea. Algunos de ustedes han estado.

Tal vez nos podamos tomar algún té Chai antes de irme.

Quién sabe.