Cuando murió su padre en 1847, Mark Twain apenas tenía once años y cursaba el quinto de primaria. En aquellas circunstancias no le quedó otro camino que abandonar la escuela y buscar trabajo: inscribirse en la universidad de la vida. Su primer empleo, como aprendiz de tipógrafo en un periodico local, lo puso en contacto definitivo con lo que sería el centro de gravedad de su existencia: el mundo de las letras, el mundo editorial en el cual ocuparía un lugar tan relevante.

Al tiempo que aprende un oficio empieza a escribir artículos, relatos, textos de humor, empieza después a viajar como impresor itinerante, a moverse de un sitio a otro (Nueva York, Filadelfia, San Luis, Cincinnati). Igual hará después durante el resto de su vida por toda la superficie del planeta. En esa época empieza además a frecuentar bibliotecas, a fabricarse una educación autodidacta. A los dieciocho años ya era conocido como colaborador de distintas publicaciones neoyorquinas.

Años más tarde se embarcó literalmente en una aventura que lo llevó a convertirse en piloto de un buque de vapor. Para lograrlo se tuvo que aprender de memoria el Mississipi, aprender al dedillo todo lo relativo al proceloso río, hacerse un mapa mental de puertos, embarcaderos, corrientes, meandros, remolinos, y distintas profundidades a lo largo y a lo ancho de un difícil trayecto de unos tres mil kilómetros. Al cabo de dos años de estudio, en1859, obtuvo la licencia de piloto fluvial. Consiguió, a su juicio, un cargo de mayor prestigio y autoridad que el de capitán del vapor y un sueldo casi astronómico de sesenta y cinco dólares mensuales. Pero el 12 de abril de 1861 estalló la terrible guerra de secesión y el tráfico de buques por el río se redujo a su mínima expresión. Ahí terminó su carrera.

Para peor, durante el período de estudio, había convencido a su hermano Henry (uno de los tres que había sobrevivido a la infancia), de que siguiera sus pasos. Por desgracia, el hermano murió en 1958, cuando explotó la caldera del vapor en que trabajaba y añadió otro crespón de luto a la luctuosa biografía de Mark Twain.

Su participación en la guerra civil fue breve y poco entusiasta, incluso poco documentada, aunque se supone que se unió en principio a un compañía de voluntarios que defendía la causa del Sur y se disolvió a las dos semanas de fundada. Otros dicen que simplemente desertó. Se fue con su hermano Orión a Nevada.

Durante el resto de la contienda se dedicó a viajar y conocer las vastas regiones del oeste del país, que permanecieron prácticamente al margen de conflicto, trabajó durante un tiempo como minero en Virginia City, un pequeño pueblo de Nevada.

Luego consiguió trabajo en un periódico del mismo pueblo y volvió a lo suyo, al periodismo y la literatura. Pero todavía no era verdaderamente un escritor ni se llamaba Mark Twain. Su nombre de nacimiento, con el que se había desempeñado hasta el momento era Samuel Clemens, pero el 3 de febrero de 1863 publicó en el dichoso periódico pueblerino, el "Territorial Enterprise", un artículo con el seudónimo con que se haría mundialmente famoso. En adelante se llamaría Mark Twain, un nombre derivado de una típica expresión dialectal de los negros que trabajaban en los vapores del Mississipi para designar el calado necesario para poder navegar sin peligro: Marca Dos. Dos brazas de profundidad. Otros dicen que no, que el nombre viene de una especie de medida de la bebida que se permitía tomar.

Dos años, el 18 de noviembre de 1865 publicó en un semanario neoyorquino, "The Saturday Press", un relato titulado "La célebre rana saltadora del distrito de Calaveras" y de repente saltó con todo y rana a la fama.

El por qué de tanto alboroto es algo que hoy día no se explica fácilmente. La historia es agradable, amable, entretenida, pero los méritos me parecen exagerados. Aquí dejo el texto en manos de los lectores para que juzguen:

La célebre rana saltadora del distrito de Calaveras (fragmento)

Pues bien: Smiley guardaba su rana en una pequeña jaula, y a veces la llevaba con él al campamento, para hacer apuestas. Cierto día, un individuo, extraño en nuestro campamento, lo encontró con su jaulita y le dijo: “¿Qué diablos es lo que puede usted llevar en esa jaula?”. Y Smiley contestó, haciéndose el indiferente: “Pudiera ser un loro, pudiera ser un canario; pero no es un loro ni un canario…, porque es una rana”.

El otro la tomó, la miró atentamente, la volvió a mirar en todos los sentidos, y luego dijo: “Pues sí, es una rana… ¿Y para qué sirve esto?” “Verá usted –dijo Smiley con soltura y despreocupación–, sirve, por lo menos, para una cosa, creo yo… salta más que ninguna otra rana del distrito de Calaveras”. El individuo volvió a tomar la jaula, y la examinó de nuevo con gran atención y durante largo rato, y luego se la devolvió a Smiley, diciéndole muy pausadamente: “Pues yo no le veo a esta rana nada de particular que no tenga cualquier otra rana.” “Quizás usted no lo vea –dijo Smiley–. Es posible que usted entienda de ranas y es posible que no entienda; a lo mejor tiene usted experiencia en ranas y a lo mejor no es usted sino lo que diríamos un aficionado. En cualquier caso, yo tengo mi opinión, y apostaré cuarenta dólares a que le gana a saltar a cualquier otra rana del distrito de Calaveras”.

El otro pensó un minuto, y luego dijo, con cierta pena: “Mire, en este lugar no soy más que un forastero, no tengo rana. Si tuviera una, apostaría”.

Entonces Smiley le dice: “Perfectamente, perfectamente; si quiere cuidar mi jaula por un instante, yo le buscaré una”.

El individuo tomó la jaulita, puso sus cuarenta dólares junto a los de Smiley y se sentó a esperar que este regresara.

Allí estuvo un buen tiempo, pensando y pensando para sus adentros, hasta que sacó la rana de la jaula, le abrió la boca de par en par, sacó una cuchara de té y atiborró a la rana de perdigones de codorniz…; la atiborró hasta que se le salían casi por la boca…; y la puso en el suelo. Durante ese tiempo, Smiley, que había ido a la charca, chapoteaba en el barro. Al fin, atrapó una rana, la llevó y se la dio al individuo, diciendo: “Ahora, si ya está listo, póngala al lado de Daniel, con las patas de adelante al nivel de las de Daniel, y yo daré la señal”. Entonces dice: “Uno, dos, tres, ¡ya!”. Y él y el forastero dan un golpecito por detrás a sus respectivas ranas. La nueva rana salta con gran agilidad, pero Daniel hace un esfuerzo y da un empujoncito hacia arriba, se encoge de hombros…, así… como un francés…, pero en vano. No pudo moverse; estaba tan bien asentada como una iglesia, y tan imposibilitada de moverse como si estuviera atornillada. Smiley estaba terriblemente sorprendido, y también enojado, pero, por supuesto, no podía sospechar lo que pasaba.

El individuo tomó el dinero y se fue. Pero cuando llegó al umbral de la puerta, hizo chasquear su pulgar, por encima del hombro, de esta manera, con aspecto insolente, y dijo con soberbia: “Pues, la verdad, no le veo a esta rana nada de particular que no tenga cualquier otra rana”.

Smiley quedó un buen rato, rascándose la cabeza, con los ojos clavados en Daniel. Al fin, se dijo: “¿Por qué diablos hizo esta rana como que quería escupir?… ¿No le pasará algo?… Desde luego, parece como inflamada”.

Entonces tomó a Daniel por la piel del cuello, la levantó, y exclamó: “¡Por vida de mis gatos, si no pesa lo menos cinco libras!”. La puso boca abajo, y la rana vomitó dos puñados de perdigones. Entonces, Smiley comprendió todo. Se volvió loco de rabia, y dejando a la rana, corrió tras el individuo, pero no pudo alcanzarlo. Y…

Al llegar a este punto, Simón Wheeler oyó que le llamaban desde el patio y salió para ver quién era. Al salir, se volvió hacia mí y me dijo: “Quédese donde está, forastero, y descanse a su gusto, que no tardo ni un segundo”.

Pero con permiso de ustedes, no creí que la historia del emprendedor vagabundo Jim Smiley pudiera proporcionarme muchos datos referentes al reverendo Leónidas W. Smiley, y me marché