Los seres humanos tenemos el arte
para que la verdad no nos haga caer.
Nietzsche
“…Los negocios cerrados, calles desiertas. Faltan médicos, muertos sin asistencia. Huye el que puede…” Estos cuasi apocalípticos comentarios aparecían en el diario de un testigo que el 9 de abril de 1871 documentaba los estragos causados por la Fiebre amarilla en la ciudad de Buenos Aires. Año fatídico para la creciente capital de la Argentina decimonónica víctima de la transmisión epidémica de un mal que debió enterrar a más de 15 mil habitantes, la décima parte de su población, contagiados por viajeros provenientes de Brasil, o por soldados que retornaban desde Paraguay concluida su participación en los conflictos bélicos de la región. Tales acontecimientos serán plasmados por el uruguayo Juan Manuel Blanes ― el “pintor de la Patria” ― en un poderoso óleo que tituló “Un episodio de la Fiebre amarilla en Buenos Aires” hoy exhibido en el Museo Nacional de Artes Visuales montevideano.
Un siglo antes que Blanes, ya Goya había vertido en el perímetro de la tela su preocupación por las miserias provocadas por las epidemias en jóvenes y mayores por igual; lo hizo en un revelador grabado, Corral de apestados, donde el maestro aragonés resaltaba el abandono del enfermo en las solitarias salas hospitalarias, como acontecía con frecuencia en épocas de pestes. Sus trazados estremecen al observador quien es sacudido por imágenes de moribundos desahuciados, apilados unos contra otros, mientras algunos menos desafortunados se cubren la nariz a fin de evitar la pestilencia que emana de los cuerpos putrefactos. Esta tétrica escena contrasta con el símbolo esperanzador de la luz que proveniente de una ventana, ilumina el grisáceo entorno de aquel espacio y la erguida figura de una mujer que se ha incorporado a fin de enfrentar la desazón aquí revelada.
Son muchas las consideraciones que, sobre la relación entre arte, ciencia, y enfermedad han argumentado críticos y sociólogos por igual; destacan las que califican a la pintura como instrumento fundamental en la documentación histórica de dichos males o como mecanismo de expresión catártica para el artífice. Estamos convencidos, sin embargo, de que en la creatividad del artista que ha sido provocado por el dolor de sus semejantes hay un rasgo intrínsicamente conectado con su intimidad de hombre o mujer sensible y sensibilizada que humaniza dicho proceso y la temática que este pueda abrazar más allá de las condicionantes mencionadas. Tal es el caso de Iris Pérez Romero (1967), destacada creadora capitaleña y directora de la Escuela Nacional de Artes Visuales.
Hemos dicho en ocasiones anteriores que una importante característica distintiva de la obra de Pérez Romero es el hecho de que el acto de pensar el cuerpo que esta refleja constituye un robusto ejercicio de razonamiento sobre el mundo y una prístina revelación de lo contenido en él. La artista ha abrazado la veracidad de tal afirmación subrayando que, en todas sus circunstancias, favorables o plegadas de miseria, nuestro cuerpo ha sido útil en tanto que ha representado el espejo delator de lo que en verdad somos. Los difíciles tiempos que durante todo un año hemos vivido como consecuencia de la pandemia no han sido obstáculo para dar ímpetu a la creatividad y originalidad de Pérez Romero. Todo lo contrario: la incertidumbre, el desconsuelo frente a las desoladoras imágenes de muerte que invadieron nuestras pupilas, y la necesidad de inventar nuevas formas de conectividad con el entorno, han traspasado la magia de la germinación y la renovación al pincel de esta talentosa mujer quien, asomada desde su ventana, ha sido testigo y protagonista partícipe de la hecatombe.
A dos metros de distancia, Fosa común, y Tiempos de curación son tres de los trabajos de Iris Pérez Romero completados durante los meses de encierro los cuales, según confiesa, nacieron como ejercicio de resiliencia. En el primero, la paridad juega un curioso papel protagónico en tanto que no sólo establece la aritmética acontecida entre los mutuos, sino que esta se traduce en la dimensión de lo colectivo: dos figuras “separadas” por dos metros aparecen unidas por sendas cuerdas que interconexas, aproximan dos regiones corporales relevantes a su propuesta, la cabeza, hogar del pensar, y el pecho, refugio del sentir. Hay aquí, ciertamente, una comunión que sobrevive a pesar del distanciamiento impuesto por las circunstancias tras el cual triunfarán, confiamos, la fraternidad y solidaridad humanas.
En Fosa común, aquella conducta de alerta impuesta por el distanciamiento social hecha evidente en la obra previamente comentada, ha sido vencida por el bicho; ha triunfado la parca llevándose consigo miles de víctimas que debieron ser sepultadas unas sobre otras ante la nunca vista saturación de los camposantos. Hay color por doquier a pesar de la tragedia acontecida: en la tierra roja que acoge cadáveres azules y blancos; en las plantas amarillas esparcidas sobre esta fosa abierta que invita a compartir la congoja, y en los múltiples ojos que observan la escena, reminiscente, no cabe duda, de las imágenes de New York, Lombardía o Madrid que aturdieron nuestras conciencias en aquella funesta primavera de 2020. Tiempos de curación, por último, alude al acto de acompañamiento protagonizado por el allegado ante el fenecido; al velatorio traducido en abrazo final, podría decirse, donde la dignidad del enterramiento ha sido rescatada gracias a la presencia del doliente, ceremonial que nos había arrebatado la ciencia epidemiológica preocupada por el riesgo de contagio público.
Las obras peri pandémicas de Pérez Romero no pretenden calcar, a nuestro modo de ver, los secretos del dolor corporal propio o ajeno; más bien ellas revelan en el lienzo lo que la artista vivió durante este periodo sin precedentes de nuestra contemporaneidad: el desconcierto ante lo que éramos testigos, y el desgarramiento provocado por la muerte que desquiciada como nunca, asestaba golpes por doquier. En una carta ficticia del genial pintor flamenco Johannes Vermeer dirigida a van Leeuwenhoeck, constructor del microscopio y escrita por Zbigniew Herbert, aparece un relevante párrafo útil para ser citado a propósito de estos comentarios: “La ciencia debe aportar conocimientos claros y seguros, los cuales constituyen la única defensa contra el miedo y la angustia (…) En cambio, el objetivo del arte no es solucionar los enigmas, sino reconocer su existencia con la cabeza gacha y preparar nuestros ojos para el deslumbramiento y asombro perpetuos”.
Ciertamente, las consecuencias del Covid-19 en la salud colectiva ha sido nuestra más ansiada preocupación en tanto que la comunidad médica ha hecho lo propio en busca de las efectivas medidas de prevención que nos retornarán a la normalidad. Mas la dedicación de aquellos artistas, que como Iris Pérez Romero no silenciaron el pincel al tiempo que rescataban lo mejor de nuestra maltrecha humanidad secuestrada entre el temor y la esperanza, es reveladora de la valentía y resiliencia que, no cabe duda, nos deslumbrará hasta hacernos mejores.