Irán ha estado en la palestra internacional por varios meses. Su programa nuclear, y las subsecuentes reacciones tanto de Israel como de Estados Unidos ante dicho programa, han hecho retumbar los tambores de guerra – una guerra por demás innecesaria. Sólo pensemos en un elemento: de estallar una guerra en una zona extremadamente volátil – la cual produce en términos porcentuales la mayoría del crudo exportado en el mundo – el precio del barril de petróleo en el mercado internacional aumentaría, seguramente retrasando la mejoría económica global y, de extenderse, provocando un nuevo colapso. Algunos analistas norteamericanos sugieren que una guerra contra Irán provocaría un aumento en el precio del petróleo de unos 150 a 200 dólares por barril en el Mercado de Texas, parámetro que utiliza el gobierno dominicano para aplicar el precio a los carburantes. En consecuencia, las ramificaciones de un aumento sería sentido por todos, de una u otra forma.

Para entender el comportamiento iraní en medio de esta crisis, es necesario analizar la dinámica interna disfuncional de esa nación. Irán es un país de contrastes, desde su cultura hasta su plano político, pero muchos en este hemisferio no han estado expuestos a los mecanismos de su sistema de gobierno. Al ser medido por nuestros estándares Mahmoud Ahmadinejad, actual presidente iraní, ejerce una retórica y una postura de gobierno calificada como radical. Irónicamente, Ahmadinejad es considerado como moderado dentro de la República Islámica, ejerciendo una tendencia "centrista" versus la ultra-derecha musulmana conservadora que actualmente domina ese gobierno.

Y es que en Irán nada es sencillo. Dentro de su sistema político-religioso, la cabeza de la nación no es el presidente, sino el Líder Supremo – Ayatola Ali Jamenei. Mientras el presidente – Ahmadinejad –  es responsable de la administración gubernamental, sus decisiones están sujetas al escrutinio y las directrices del Líder Supremo. Pero resulta que, debido a la composición religioso-política y social de Irán, el Líder Supremo pertenece al ala conservadora y radical iraní, esto sin dejar de destacar su función como guía espiritual de la nación. Esta "disonancia" ha creado fisuras en un régimen proclive a actuar de forma repentina sin medir las consecuencias, aunque de manera racional (esto tiene sentido sólo en un régimen político-religioso). Los roces entre Jamenei y Ahmadinejad, dilucidados de forma inusual ante la luz pública, han creado una ansiedad interna, así como acrecentado la preocupación internacional sobre cómo estos enfrentamientos afectarán a la postre la política exterior iraní, en un momento donde las tensiones son extremas.

Este pasado miércoles, las divergencias en Irán alcanzaron un nivel que no había sido visto desde la Revolución iraní de 1979. Por primera vez desde esa fecha, un presidente en oficio – Ahmadinejad – fue interpelado por el parlamento, haciéndole comparecer ante ese órgano para responder a preguntas sobre la precaria situación económica y la política exterior de la nación. Ciertamente, este fue un momento bochornoso para el presidente, evidenciando que en el rompimiento interno iraní, la cabeza de Ahmadinejad ha quedado expuesta.

No obstante, las preguntas a las que Ahmadinejad dio respuesta no tuvieron nada que ver con el tema del momento: el programa nuclear. Y esto es interesante, porque precisamente la suerte económica iraní y su política exterior están directamente atadas a su programa nuclear. Las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos y Europa, debido a la negativa de esa nación a transparentar sus proyectos nucleares, son el principal factor para su desplome económico, creando éstas un estado de carestía en productos de la canasta básica, catalizador directo de una hiperinflación. Estas sanciones, que dicho sea de paso se recrudecerán a partir de Junio próximo, son la razón principal de la crisis económica de la República Islámica. Si ambos problemas (internos y externos) convergen en su génesis – el programa nuclear – ¿por qué no se abordó el tema con Ahmadinejad? Al parecer, existen razones de peso para evitar resolver la causa nodal de dichos problemas.

Las tensiones y desajustes creados por el programa nuclear iraní no es nada nuevo para el parlamento, lo cual me lleva a la interrogante: ¿acaso está ese órgano utilizando una coyuntura, caracterizada por tensiones a nivel internacional, para debilitar el gobierno de Irán en manos de un moderado (en sus ojos), sacrificarlo como carne de cañón y reemplazarlo con un conservador extremo, a imagen y semejanza del Líder Supremo?  Esto no se puede dudar, especialmente cuando la mayoría del nuevo parlamento responde a los lineamientos de la ultra-derecha musulmana radicalista.

Pero como producto alterno, me preocupan las repercusiones que puedan tener las tensiones internas iraníes en el marco geopolítico, especialmente por la posición que vienen adoptando las potencias mundiales. En ese sentido, la respuesta a las convulsiones externas e internas provocadas desde Irán deben sustentarse en la diplomacia y no en una intervención militar, método este último que, tanto Israel como Estados Unidos, parecen favorecer cada vez más. Y al final, es posible que todos paguemos los platos rotos.