La crisis de Irak sigue siendo un tema de nuestro tiempo,  como en el  clásico título del maestro Ortega y Gasset. El conflicto iraquí es algo que “vuelve y vuelve” como en las reelecciones de Joaquín Balaguer. En realidad, la de ahora no es exactamente la misma crisis de hace una década, pero es la inevitable continuación de la anterior o más bien un capítulo de una larga historia.

El derrocamiento de Saddam Hussein fue bien recibido por muchos observadores y las grandes mayorías de Occidente, sobre todo en Estados Unidos. Pero también se publicaron algunos comentarios en la prensa estadounidense y mundial señalando que aquello no era sino el comienzo de una nueva etapa y que la intervención angloamericana e internacional, predominantemente norteamericana, llegaría a ser considerada el mayor error de política exterior, por no llamarle desastre, desde la guerra de Vietnam.

Además de noticias y comentarios preliminares, quizá sería irresponsable ofrecer interpretaciones de algunos aspectos de la situación presente. Pero ante nosotros desfilan las realidades. Los sunitas radicales, liberados del control “secularizante” impuesto por Saddam, se han posesionado de parte del territorio y de ciudades importantes en calidad de insurgentes.

Tropas kurdas reemplazaron al ejército y policía iraquíes en la amenazada ciudad petrolera de Kirkuk.   Irán ha ofrecido ayuda al gobierno iraquí de Nuri al Maliki, un chiita abiertamente sectario y hasta ofrecen ayudar a los estadounidenses a derrotar la insurgencia. Los líderes religiosos chiitas de Irak convocan a la guerra contra los sunitas. Mientras tanto, la insurgencia sunita proclama abiertamente su “Estado Islámico en Irak y Siria”, conocido en inglés como “Islamic State in Irak and Siria” y por sus siglas ISIS.

Después de entonar hosannas y aleluyas proclamando las “primaveras árabes” y los precarios logros democráticos en Irak y Egipto, nos obligan ahora a enfrentar el resultado de errores cometidos

Sucede que después de regalarle a Irán y los chiitas de Irak el derrocamiento de Saddam Hussein, la disolución del partido secularista en el poder y de las poco eficaces fuerzas armadas del dictador se ha preparado el camino, como señalaron desde el principio los mejores observadores, de provocar la desintegración de Irak, la desestabilización aún más intensa de la región y favorecer al islamismo radical en su lucha contra regímenes dictatoriales, pero más bien secularistas, como los de Irak, Siria y el mismo Egipto. Después de entonar hosannas y aleluyas proclamando las “primaveras árabes” y los precarios logros democráticos en Irak y Egipto, nos obligan ahora a enfrentar el resultado de errores cometidos.

El peligro radicaba, entre otras cosas, en que aquella operación de principios del siglo XXI no consistió simplemente en el derrocamiento y ejecución del dictador, sino en eliminar de un día para otro un partido y un ejército, sumamente imperfectos y dañinos, pero que ofrecían un mínimo de estabilidad. Claro que se hablaba de armas de destrucción masiva, algunas de ellas químicas. Saddam alardeaba de su poderío utilizando la típica postura de ciertos matones de películas del Oeste, pero con un lenguaje regional diferente, y todo lo demás. Sin olvidar sus concesiones petroleras a países que no eran Estados Unidos ni el Reino Unido y afectaban intereses de poderosas compañías.

Todo se colocó en el mismo saco: los ataques a las torres en Nueva York, Al Qaeda, Saddam Hussein, los talibanes de Afganistán, el terrorismo islámico, el islamismo radical, los ayatolas de Irán y hasta a gobiernos tiránicos, pero secularistas, como los de Irak y Siria. Pero el objetivo inmediato era: Irak y Afganistán. Multitudes llegaron a creer que destruir a Saddam Hussein contribuía a eliminar a Al Qaeda. Todo eso a pesar de que se trataba de dos asuntos diferentes. Se ofrecían datos insuficientes que no reflejaban claramente que destruir a Saddam era beneficiar a Irán y que eliminar gobiernos secularistas era favorecer a Al Qaeda.

Después de todo lo anterior, los cristianos de Irak nos ofrecieron una clara advertencia de “cosas por suceder” (apelando ahora a un título de la obra futurista de H. G. Wells). La lógica celebración del derrocamiento de Saddam Hussein indicó el principio de la destrucción de la hasta hace poco numerosa Iglesia cristiana de Irak con sus antiquísimos ritos caldeo y asirio. El primero de los cuales está bajo jurisdicción papal y acogía como feligrés a Tariq Aziz, el vicepresidente de Saddam Hussein. Esta iglesia ha ido perdiendo cientos de miles de feligreses que huyen de Irak ante el terrorismo y las presiones del nuevo ambiente “post Saddam”.

Nada justifica a los tiranos como Saddam o el presidente sirio, por citar dos casos. El asunto no es tan simple como para tratarlo en un solo artículo, pero la política exterior es demasiado seria y complicada como para que se tomaran decisiones que condujeron a estos nuevos y no demasiado impredecibles acontecimientos en el Oriente Medio. Independientemente de que quizás pueda controlarse o reducirse el alcance de la insurgencia, un próximo capítulo pudiera ser el de la desintegración del Estado iraquí como lo conocemos después de la Segunda Guerra Mundial. Y sus repercusiones en la relación Estados Unidos/Irán no son sino un territorio casi completamente desconocido.