Una sucesión interminable de noticias sobre la situación en Irak se va convirtiendo en triste recordatorio de una victoria armada en un territorio, pero que condujo a un fracaso en política nacional e internacional. La portada de la revista TIME lo dice en forma dramática y categórica: “El fin de Irak”. No se trata del único caso en la historia, pero tiene características propias que merecen ser tenidas en cuenta. El derrocamiento de un tirano no implica necesariamente la llegada de la felicidad, aunque puede constituir un alivio temporal.

Algunos han olvidado que vivimos en una época en la cual se siguen manifestando contradicciones de los sistemas políticos. Hace unas pocas décadas se mencionaban sobre todo las contradicciones del sistema comunista. Eran los días de la disolución de la U.R.S.S., y la caída del Muro de Berlín y del llamado socialismo real. Después vino la guerra contra el terrorismo, la cual no era sino la continuación de una serie de situaciones muy anteriores al comunismo, el islamismo y la democracia representativa, llamada “burguesa” en muchos círculos. Las contradicciones de la política de Estados Unidos y sus aliados en la lucha contra el terrorismo son bien conocidas, se derrocó a un gobierno que no respondía a Al Qaeda, el régimen encabezado por Saddam Hussein.

Una gran paradoja, sobre la cual hemos insistido en algunos artículos, se produce, pues, en Irak. La salida de Saddam Hussein parecía un triunfo de Occidente y de la lucha contra el terrorismo. Como una compensación por los miles de muertos y el pago de contratos millonarios bastante polémicos se mencionaba el haber asegurado el flujo de petróleo.

Se llevó a cabo, entonces, el proyecto de reconstrucción de Irak, devastado por los bombardeos y los enfrentamientos, se celebraron elecciones bajo la mirada tutelar de las fuerzas de ocupación, se instaló un gobierno mucho más democrático que el anterior y se resolvieron, al menos a corto plazo, algunos problemas internos de carácter regional o étnico, por no decir religioso.

Pasados unos cuantos años, el país que ofrecía al menos un muro protector contra el régimen chiíta de Irán, pasó a ser un potencial aliado de la antigua Persia en un aspecto específico, la lucha contra los sunitas. La guerra entre el régimen de Saddam Hussein y el régimen de los ayatolas ya era cosa del pasado. Curiosamente, como sucedió hace escasos días, el gobierno de Teherán ha ofrecido ayuda al de Bagdad y sus aliados norteamericanos para enfrentar una importante sublevación de iraquíes sunitas. Más curioso todavía, los sunitas reemplazaban a los chiítas, al menos temporalmente, como objeto de mayor preocupación en Occidente y hasta en regiones del mundo árabe.

Estos acontecimientos coinciden con una época en la cual se habla de globalización, de Unión Europea, de tratados y alianzas económicas en Iberoamérica y otras regiones, mientras que al mismo tiempo surgen nuevas naciones y provincias o regiones enteras piden constituirse en países independientes utilizando viejas palabras: soberanía, autodeterminación, etc. Y la República de Irak, producto como tantas otras naciones, de la distribución del poder regional y los recursos petrolíferos llevada a cabo por los británicos en el siglo XX, pudiera estar destinada a convertirse en un territorio permanentemente dividido nacionalmente entre chiítas, sunitas y kurdos, o en una nación devastada por una eterna guerra civil.

Y lo anterior es poco ya que sería necesario acudir a Egipto donde “la primavera árabe” implicó el triunfo de un partido radical, la Hermandad Musulmana, en las urnas y concluyó con el regreso del ejército y de la dictadura para evitar otro caso de islamismo radical en el poder.

Mientras tanto, complicando la guerra civil en Siria, país en el cual es difícil distinguir cuál es el mayor peligro para la estabilidad regional, el actual régimen dictatorial o algunos de sus oponentes, radicales por definición, surge el movimiento identificado en las noticias como ISIS (Islamic State of Irak and Siria), el Estado Islámico de Irak y Siria, que amenaza dividir definitivamente a Irak o eternizar la guerra civil y el ambiente de terrorismo como en el conflicto entre israelíes y palestinos.

Pues bien, el Irak unificado es ya cosa del pasado. Independientemente de las últimas noticias y los nuevos movimientos, o de si se logra detener por un tiempo la antiquísima confrontación entre chiítas y sunitas, el futuro de Irak parece tan oscuro como las “cumbres borrascosas” de la novela de Emily Bronte. La victoria sobre Saddam Hussein no fue sino el anticipo de una gigantesca derrota, la de la nación y el pueblo de Irak, y la de los intereses de muchos países en una región en la cual cada movimiento conduce frecuentemente a un callejón sin salida.