La minería, de acuerdo con una parte de la ciudadanía y ciertos grupos ambientalistas, aparece como una de las principales fuentes de los males y amenazas ambientales. En el caso dominicano, un estudio sistémico y serio de los factores causales del deterioro ambiental nacional en los últimos cinco decenios, seguramente arrojaría conclusiones muy distintas, esto sin ánimo de desconocer que la mala minería ensayada hasta principios del presente siglo, causó daños considerables y pocos resultados favorables para las comunidades involucradas.

Para terminar con la mala fama de la minería o por lo menos lograr convencer que se puede convivir con ella y al mismo tiempo preservar el ambiente de manera muy efectiva y segura, el Ministerio de Energía y Minas (MEMRD) transita el escabroso camino de la construcción de un nuevo modelo de gobernanza de la industria extractiva nacional.

Nuevo modelo significa uno compatible con las legítimas aspiraciones de bienestar del pueblo dominicano, lo cual supone, obviamente, la estricta observancia de las obligaciones ambientales, pero sin menoscabo del interés por los aspectos sociales y económicos, y sin excluir a los seres humanos o aumentar la pobreza.

Uno de los elementos fundamentales de esta nueva gobernabilidad tiene que ver con la cesión de derechos en materia minera. Todo otorgamiento de un derecho de exploración y explotación ahora está en función, primero, del logro de un consenso efectivo y amplio entre los grupos de interés directa e indirectamente involucrados y los representantes de los proyectos, como son, los ayuntamientos y gobernaciones, organizaciones ambientalistas reconocidas, consejos especializados, entidades y liderazgos comunitarios, grupos de expertos geólogos y de ramas afines, y representantes de instituciones educativas, entre otros.

El mecanismo que se está utilizando para acercar a todos estos grupos es la discusión abierta y transparente; la aportación de informaciones y estadísticas contrastables; la comprobación de la promesa de buenas prácticas de gestión sostenibles; talleres de consulta, orientativos y educativos. Se agregan los acuerdos formales entre empresas y comunidades que pueden terminar en el otorgamiento licencias para operar o en arreglos de beneficios a las comunidades. Ambos términos definen convenios voluntarios entre los representantes o dueños de los proyectos mineros y las comunidades involucradas.

Aquí el Estado es un diligente facilitador neutral cuyo interés primordial es asegurar que de tales pactos deriven beneficios tangibles para el desarrollo nacional y, de manera particular, para las comunidades mineras. Como sabemos, al margen de esos mecanismos, el Estado tiene su propia misión que consiste en apuntalar en las zonas mineras su desarrollo infraestructural, productivo, tecnológico y educativo.

También le corresponde asegurar la vigilancia permanente de las explotaciones, la realización de auditorias in situ (que pueden ser delegadas a terceros organismos competentes) y los monitoreos, evaluaciones y fiscalizaciones consuetudinarias de las actividades de exploración, explotación y beneficio de minerales, rindiendo cuenta de los resultados de todo ello. Además, no olvidemos que la más importante misión del órgano rector es la formulación y administración de las políticas que demande el desarrollo responsable y sostenible del sector.

Segundo, una concesión de explotación otorgada podrá pasar a la fase de extracción y beneficio del mineral, solo después que obtenga en un plazo razonable la licencia ambiental del ministerio competente.

Lamentablemente, un proyecto a todas luces beneficioso para los intereses del país puede quedar varado por mucho tiempo -luego de realizadas cuantiosas inversiones en estudios exploratorios y de prefactibilidad-, como consecuencia de la ponderación del costo político de las resistencias de los ambientalistas.

El “silencio oficial ambiental” (cero respuestas a la solicitud de licencia ambiental) puede ocasionar costos económicos y políticos mucho más elevados y de más largo plazo que los que puedan resultar de la oposición abierta y pública del fundamentalismo anti-minero a proyectos que ya ostentan el título habilitante de explotación, por lo demás otorgado bajo condicionalidades que favorecen el interés nacional.

Así las cosas, el caso del aparentemente olvidado proyecto Romero es la victoria de una posición ambientalista que eleva al rango de valor supremo la sostenibilidad ecológica, minimizando absurdamente al mismo tiempo los aspectos de la sostenibilidad económica y social. Esta “posición verde a ultranza”, mirada desde una correcta perspectiva, dificulta la creación de nuevas fuentes de empleo, así como el avance en el plano tecnológico y del conocimiento.

Paradójicamente, el impedimento de soluciones efectivas a los problemas socioeconómicos e infraestructurales, fortalece la cultura depredadora del ambiente de parte de las mayorías pobres y marginadas. Entonces, ¿por qué no plantearse garantizar, bajo un enfoque renovado, la contribución de la minería a la solución de los problemas sociales y estructurales que conocemos? ¿Por qué debemos concluir que ello implicaría la devastación ambiental de la isla?

Como se puede colegir de lo explicado precedentemente, en las actuales condiciones, la explotación a gran y mediana escala de los recursos mineros está ineludiblemente atada al otorgamiento de una concesión de explotación (en primera instancia), de una licencia ambiental (en segunda instancia) que integra las averiguaciones sociales y medición de los posibles impactos y  su envergadura ambiental, y, por último, de ser favorable está última, la una autorización expresa del Ejecutivo para iniciar las operaciones mineras (tercera y última instancia). ¿Qué hacemos con la renta estatal obtenida de estas operaciones?