Transcurría el mes de enero de 2010 cuando, por razones de estudios, me tocó pisar tierra canadiense por primera vez. Qué irónico, venir del Caribe a parar a uno de los lugares más frígidos del planeta!

A mi llegada y con apenas poner pies frente a  la puerta de salida del aeropuerto principal de la ciudad de Montreal, una ráfaga de viento helado me daba la bienvenida a una experiencia de reconocimiento que se caracterizaría por resaltar los tan marcados contrastes que separan a nuestra porción de isla caribeña de este país septentrional.

De camino a mi destino final, observé perpleja las montañas de varios metros de nieve gris, o “bancos de nieve” como me explicó el taxista se les conoce aquí, acumuladas a ambos lados de la carretera. En aquel instante me vi introducida a un vocabulario especial de términos para denominar distintos fenómenos invernales y entonces comprendí que no tenía referente comparable a lo que estaba a punto de experimentar en los meses venideros de mi estadía.

Y es que el largo invierno canadiense es, sin duda, una de las variables más definitorias de la identidad y la cotidianidad local, cuyos efectos influencian profundamente todos los aspectos de la vida en estas tierras.

No es coincidencia que muchos inventos relacionados con tecnologías para mejorar las condiciones de vida durante el duro invierno hayan nacido justo aquí. El teléfono, la moto nieve y los trenes y máquinas quitanieves son algunos ejemplos.

En la semana de adaptación previa al inicio de mi programa de estudios, el personal de la escuela ofrecía asesoría sobre ropa de invierno apropiada y hasta una mañana de compras guiada, para asegurarse de que todos los participantes estuviéramos preparados para soportar la severidad del clima. Y es que el abrigo de lana promedio muchas veces resulta insuficiente para tolerar las típicas temperaturas extremas del invierno canadiense.

La ropa interior térmica y los abrigos de parka nos eran sugeridos para las salidas y visitas al aire libre y los guantes y gorros completamente imprescindibles. Sin embargo, y pese a la insistencia de la escuela en cuanto al tema, para la primera salida oficial de la promoción todavía habían personas que entendían que la zapatillas deportivas o “tenis’ entraban dentro de la categoría de calzado cálido, sólo para comprobar su error después de tener que caminar unos cuantos minutos entre la nieve y el hielo. Nunca olvidaré la escena de un par de compañeras nigerianas tratando de calentarse los pies con el secador de manos en uno de los baños del edificio del Parlamento Canadiense en Ottawa.

Allí comprendimos el porqué de aquellas botas para la nieve tan poco atractivas, pero tan convenientes, que llevaban la mayoría de los locales.

No obstante, para los canadienses invierno no equivale a hibernar y éstos son prueba de que es posible llevar una vida activa y productiva, pese a las duras condiciones de la temporada. Basta con mirar el ejemplo de algunas de las principales ciudades del país, que han conectado sus sistemas de transporte público a paseos peatonales subterráneos, lo cual permite recorrer el centro de la ciudad sin necesidad de salir a la intemperie; o incluso el de zonas más remotas hacia el norte del país, donde habitan los inuit o esquimales del ártico.

Los canadienses por lo general son entusiastas de las actividades al aire libre y de los deportes invernales. El hockey sobre hielo, como deporte nacional, atrae a las masas con la misma pasión que lo hace el beisbol en nuestro país y el esquí alpino, el patinaje sobre hielo o andar en moto nieve son actividades familiares por excelencia del fin de semana.

En el norte, la tecnología y la modernidad son aliados de la gente en sus esfuerzos por sobrellevar la crueldad del clima, pero además de una buena calefacción dentro de casa y un buen parka y botas fuera de ella, la clave para la adaptación al frío se encuentra en la actitud con que se percibe la temporada; ser capaz de apreciar el encanto de esa nieve fresca que convierte el paisaje en perfecta postal, cubriendo árboles, calles y tejados por igual, aunque luego toque echarla a un lado –literalmente– para continuar con el día a día.