En medio de nuestras sociedades “en vía de desarrollo” se encuentra clavada como estaca de acero la supremacía del hombre: el machismo. Sistema que resguarda, protege y justifica las acciones del género masculino y que tiene como base estructural e idea incipiente el precepto arcaico de “la fuerza es el poder”.
Como todo sistema de dominio, el machismo parte de una comparación que responde a la cuestión de: “Sí, soy mejor, pero ¿Mejor que qué? O ¿Que quién? Representando a la mujer como ser inferior para ratificar su superioridad.
Con el pasar de los años, la doctrina machista se ha ido extendiendo y adaptando a las sociedades, creando así, patrones de comportamiento que delimitan rigurosamente “Qué debe hacer un hombre” y “Qué debe hacer una mujer”, y a medida que el individuo se encuentre dentro del margen de su género, así mismo la sociedad lo aceptará o repudiará.
El problema que posee este sistema es evidente: no se sostiene a sí mismo; no corresponde a esta época, por lo tanto, juega papel de lastre social y de instrumento de condicionamiento conductual.
A medida que el machismo hace evidente su inconsistencia, surge el feminismo, movimiento que plantea la equidad de género como modelo de construcción social y que reivindica el poder en función de las capacidades de la persona más allá de la fuerza física; cuestión que encara de manera fundamental los pilares del machismo.
Este surgimiento ha traído consigo la lucidez sobre muchas conductas que nos impusieron desde la niñez y nos permite identificar a qué influjos, valores y comportamientos estábamos confinados; ha traído el entendimiento de que el hecho de que un hombre se entregue al llanto no lo hace menos hombre, y que una mujer salga al trabajo no la hace menos mujer.
Con la perspectiva de género descentralizada del pasado, empezaron a surgir brechas, las cuáles mostraron códigos conductuales que se fundieron en la cotidianeidad y que jamás habíamos cuestionado. Entre estos se encuentran la dependencia de la mujer con el hombre para salir de la casa en la noche o ir a lugares lejanos, dependencia económica, injusticia salarial, falta de libertad sexual, carencia de libertad de expresión y un sinfín de condicionamientos y limitaciones en los que también se encuentra incluida la normalización del acoso y el menosprecio a la mujer por el simple hecho de ser mujer.
Claramente, la doctrina machista ha entrado en pulso con el feminismo por su amplia aceptación y el campo de acción que ha creado para las mujeres, dotándolas de un reconocimiento hacia sí mismas que se traduce en autonomía. Con esto se puede comprender el alza de los feminicidios en los últimos años.
Para que una sociedad avance es imperativo el entendimiento de que las sociedades no permanecen estáticas, sino que presentan diversas transformaciones con el paso de los años, lo que las hace cambiantes. Estos cambios no se refieren al abandono de nuestras raíces, hablan de qué pensamientos y/o conductas debemos desechar para dar paso a un mejor futuro. Como cimiento para la realización de estos cambios, la mujer debe romper de manera definitiva el pedestal en que el machismo la puso, que si bien le otorga la idea de elegancia y delicadeza, también trae consigo la idea de inutilidad, debilidad y dependencia.
Es bastante probable que esta riña mantenga la violencia un rato más en nuestras pupilas, pero también tenemos que reconocer que un conjunto de costumbres tan arraigadas no cambian de un día para otro. Habrá cambio, pero será gradual. Hay que seguir actuando, denunciando y militando sin miedo, porque, como versa el poema “Cuando me amé de verdad”, atribuido al mismísimo Charlie Chaplin, “Hasta los planetas chocan y del caos nacen las estrellas.”