Esta semana, un día que no se si fue martes o miércoles, me vi caminando sola en una calle muy larga y proporcionalmente oscura. Pude contar los pocos vehículos que pasaron a mi lado, raudos o lentos. No necesariamente estaba al pendiente de ellos, pero en horas de la noche esa ruta es como un hueco largo y negro, cercado por tupidos árboles y edificios y techado de cielo y estrellas, y las pocas luces las ofrecen los semáforos, los autos y uno que otro colmado que esté abierto. Y ahora que lo pienso, sí era importante que estuviera pendiente de todo cuanto me rodeaba, sin exagerar.
Pensé en Sigfrido Pared Pérez, y me pregunté si estaría vigilando mi intranquilidad con sus ojos de color o con algún aparato de alta tecnología de esos que surcan los cielos y atraviesan nubes. Ya que él había dicho estar al pendiente de cualquier cosa que provoque intranquilidad; lo que no recuerdo es a cuál intranquilidad se refería. Convenientemente había ignorado esa parte.
Seguí caminando. No tenía miedo, os juro por los anillos de Saturno y el satélite Ganimedes que no sentía miedo, pero por razones que no vienen al caso citar, estaba tensa. Por toda precaución, coloqué dentro de mi holgada camiseta el aparato celular, que terminó deslizándose lentamente hacia mi mama izquierda a causa del sudor que producían mis prisas. En un momento, este chocó con la costura de mi brassiere entonces supe que no avanzaría más. No llevaba bolso, y lo otro poco que tenía en las manos lo apretujé como mejor pude en los bolsillos de mi pantalón jeans color caca de mono.
Venía desde los predios cercanos al parque Eugenio María de Hostos, y así, tomando atajos, llegué en la Ave. Doctor Delgado para luego llegar a la ruta oscura y larga que les conté, que puede llegar a ser en horas de la noche la Calle Santiago, en mi amadísimo Gascue. Esa calle, días atrás, había sido citada en la prensa debido a la gran ola de asaltos que están ocurriendo en sus aceras y esquinas. Yo tenía la misma confianza que tenía Alicia cuando el gato no quiso indicarle el camino a seguir: "Todo está bien…", repetía. "Gracias, porque de esta aprendo porque aprendo, gracias, gracias, gracias", insistía en voz baja. Cuando vine a darme cuenta iba casi a mitad del camino y me apretaba fuertemente los dedos de las manos. Era hora de relajarme un poco.
Pensaba dar con alguna patrulla de la Policía de esas que constantemente transitan por esa calle y alrededores; tenía todo planeado: -llegaré a casa rápido y segura; desde que vea una la detengo y le pido que me lleve…-. Eran las 8:30 de la noche cuando el teléfono sonó. Una compañera de trabajo pedía una información y se la envié desde el celular apenas pude dar con el icono en cuestión. El aparato volvió a mi pecho, más sudado ahora. Sigfrido ¿todo está bien, verdad?, porque me siento algo intranquila. Quizá desde mi aparato telefónico él ya lo sabía.
Cuando llegué a la esquina José Joaquín Pérez con Santiago, el tramo que seguía era todavía más oscuro y absolutamente solitario. El ritmo de mi caminar era firme y preciso. En minutos ya estaba en la Socorro Sánchez. El colmado de la izquierda daba luz a mis pisadas y ya pronto estaba en casa para poder resolver la mitad del problema. Una lágrima, media solución y todo, finalmente, todo parecía estar en orden.
Nadie me atracó, y la patrulla que imaginé nunca pasó, aunque debo reconocer que tuve suerte. Regresé al lugar desde donde partí a resolver la segunda parte de la “experiencia”. Cuando pude, cerca de media hora más tarde, regresé a casa pensando en lo que significa para miles de ciudadanos transitar esta ciudad, cada vez más violenta e insegura. Pensé en los estudiantes que como yo, cuando estudiaba, lo hacen de noche y caminan con temor de que en cualquier momento, a causa de un asalto violento, la vida les cambie, les abandone, o sencillamente les siga igual, solo porque ese día no les tocaba.