Llegó un momento en que el activismo social de Jesús, a quien llamaban El Maestro, se convirtió en una fuente de perturbación política para las autoridades del imperio romano. El poder del Sanedrín en Jerusalén pretendía entrampar al "supuesto mesías" enfrentándolo al supra-poder del César. Fue así que, cuando se le preguntó si en verdad se consideraba ser el Rey de los judíos, solo dijo: "Mi reino no es de este mundo". 

La gran victoria secular de la Fe cristiana se fundamenta en este hecho simple: La búsqueda de la felicidad terrenal a partir de la promesa de un mejor lugar en el reino de los cielos. 

La iglesia católica, en tanto es la institución por excelencia depositaria de la fe cristiana, ha debido moderar durante siglos su discurso de intermediación entre lo terrenal y lo divino. 

Para solo hablar de nuestro caso, desde el sermón de Montesinos hace 500 años hasta el Te Deum del obispo Masalles el pasado 27 de febrero, el clero no ha dejado de ser un actor importante y a veces decisorio en los asuntos de la vida política. En el juego del Poder siempre habrá que contar con la voz del púlpito. Al final del día es la institución formal más cercana al pueblo llano. La que tiene que escuchar sus lamentos y penurias aquí en la tierra, mientras esperan los milagros prometidos en este tránsito pasajero, y muchas veces pesaroso, hacia la vida eterna. 

Alguna explicación lógica, que no sea el simple partidarismo político o la confabulación de poderes fácticos, ha de tener esta manifiesta crispación del clero católico frente al Gobierno y sus principales autoridades. 

El contundente sermón del obispo Masalles en la celebración del día de la independencia, había estado precedido de la última carta pastoral emitida por la Conferencia del Episcopado Dominicano y una serie de declaraciones urticantes surgidas desde el mismo seno de la iglesia, en torno a los temas de mayor sensibilidad social y política que abaten hoy a la sociedad dominicana. 

Nadie puede decir que no haya razón para la crítica y la demanda de atención hacia problemas acuciantes de la vida nacional. Si perdiésemos la capacidad de ser autocríticos, también perderíamos la oportunidad de cambiar. El resultado sería inevitable. Cuando tratamos de justificar la idea de que todo debe seguir igual es porque ya nos hemos pasado a las filas de los conservadores. 

Lo que llama la atención en este caso es que la Iglesia pareciera haber tomado el lugar de la oposición política partidaria en representación de la feligresía que llena de penurias y ruegos sus templos de oración ante las dificultades y amenazas del diario vivir. 

Ciertamente, la Iglesia no podría sostener sin más su oferta espiritual del reino de los cielos, mientras se ve desbordada por la petición de milagros terrenales que ayuden a los pobres del país a soportar el peso de una vida material en condiciones de profunda inequidad e injusticia social, a pesar de los innegables esfuerzos del Gobierno para superar esta calamidad ancestral. 

He aquí el punto. Es como si la Iglesia quisiera decirnos: No culpéis a nuestro Señor de los cielos por vuestras penurias, mirad aquí en la tierra a los únicos responsables de vuestros males. Nuestra carta pastoral y nuestro sermón de adviento solo están dirigidos a disminuir la presión sobre nuestra real capacidad de apaciguar los males de la vida material, cuya solución atañe únicamente a los gobiernos y sus autoridades. Nuestro compromiso es con la vida espiritual alejada del pecado y el vicio. Nosotros, la Iglesia, solo garantizamos la felicidad y la justicia en el reino de los cielos. No hacemos campaña para ganar votos, tan solo estamos en la misión de salvar almas.