“La verdad es una mercancía más, cotiza alto o bajo, según el capricho de unos mercados erigidos en jueces, y parte de lo que es cierto y falso, y de las palabras con las que se cuenta”-Ramón Lobo, periodista y escritor español.
En el artículo anterior no sugerimos otros remedios ni sustitutos al problema que plantean las redes sociales que no fueran el de fortalecer la presencia de los que sí pueden orientar, educar y analizar hechos con objetividad, conocimiento y buen juicio. Tampoco insinuamos la posibilidad de perjudicar o limitar la libertad de expresión, a menos que esa libertad no fuera ejercida conscientemente para dañar reputaciones, arruinar empresas, difundir antivalores, consolidar ideologías criminales y retrógradas, o para tratar de separar deliberadamente nuestra vida y nuestro tiempo del pasado.
Reconocemos lo inevitable de la presencia de la negatividad y de las transgresiones a la moral y a la ley en el Internet. También, en el contexto de lo que muchos han estado denominando postdemocracia, la creciente desinformación masiva y premeditada es un elemento constatable, deprimente y generalizado, con el agravante de que suele acompañarse de altísimos grados de malignidad y oscurantismo, este último como oposición extrema a la expansión, divulgación y transmisión del progreso y del conocimiento (caso de la minería).
Las redes sociales inauguran en gran medida la era de mayor bonanza de la idiotez y de la militancia en el partido virtual de toda suerte de alarmistas enemistados con el conocimiento y la cultura general.
Un buen ejemplo es la política en las redes. El abordaje de la política en Internet tiene como protagonistas a los llamados políticos profesionales y a los ciudadanos que hacen uso de su libertad de expresión. En ambos bandos, a menudo, los asuntos políticos se mueven sobre los rieles de las mentiras, la tergiversación de los hechos, las falsas alarmas, los montajes perversos, el análisis acomodaticio de determinadas realidades y la desviación de la atención ciudadana de lo realmente importante y decisivo.
Con todo, muchos ven las redes sociales y el Internet como un fenómeno natural de democratización de la noticia y de la información, además de una mayor visibilidad de los procesos políticos en general. Nosotros, por el contrario, advertimos claramente la multiplicación preocupante en la red de redes del virus sin cura conocida que altera la verdad y que cambia a cada momento de tejido conforme a los designios de los intereses que en cada caso mueven las marionetas. Todo ello hace que con frecuencia nos apreciemos estafados en nuestra buena fe, con la enorme dificultad ahora de que no sabemos quiénes son los tramposos.
Vale la pena preguntarse, en este frío contexto, si las redes y el Internet ayudan al afianzamiento de la actividad política constructiva e innovadora que necesitamos: aquella que debería proponerse desde cierta altura argumentativa superar los escollos estructurales de naturaleza compleja que realmente dificultan el tipo de desarrollo que venimos soñando durante cincuenta años de vida democrática.
Comencemos por reconocer que el activismo político es hoy más intenso en las redes sociales que en el terreno concreto de los actores reales. Para esta funcionalidad política de nuevo cuño Internet es el fin último de la acción. La gran pregunta es si ello representa un avance o un retroceso para esta democracia de muñecos de cuerda.
Si bien las redes sociales e Internet en general permiten obviamente el ejercicio gratuito y sin restricciones de la libertad de expresión, no es menos cierto que el disfrute de esa libertad por mansos y cimarrones no es ninguna garantía para el desarrollo político democrático de una nación.
Aunque sea por el hecho de que el pleno ejercicio de esa libertad no se acompaña del interés de priorizar lo importante: la voluntad organizada de impulsar transformaciones de fondo que cambien nuestras vidas, no los cuestionamientos etéreos y coyunturales que cada vez con mayor frecuencia advertimos en ese activismo político virtual.
Dicho de otro modo, no se propone los cambios estructurales demandados objetivamente por el devenir social y económico, sino llevar a las muchedumbres al lugar indicado para enarbolar consignas coyunturales y tratar de alcanzar así determinados fines políticos que nunca son declarados por las fuerzas hegemónicas que están detrás (esto es, “hacer opinión pública”).
Por lo demás, sin el apoyo financiero de estas fuerzas, ¿sería posible lucir el colorido de las indumentarias, realizar el transporte físico de los internautas y obtener millares de pancartas alusivas a las frases movilizadoras? Bueno, es posible, pero en estos tiempos de supremacía y omnipresencia de los grupos de poder, diríamos que es muy difícil. La independencia absoluta de los poderes fácticos de la sociedad es simplemente una tonta ilusión.
Por otro lado, creemos que responder a los llamados de los voceros virtuales ignorando casi siempre quiénes activan sus energías y sus invariantes consignas, y peor aún, sin conocer el punto de llegada del esfuerzo sistemático que se ejecuta, dista mucho de una práctica política democrática verdaderamente transformadora y esencialmente distinta. Además, el activismo virtual tiene repercusiones muy negativas en el funcionamiento mismo del sistema real de partidos, que sabemos es uno de los principales atributos de la democracia.
Como apunta Ramón Lobo, periodista y escritor español, “…mientras que los políticos institucionalizados, con sus partidos y estructuras, los grupos económicos y los medios concentrados de información utilizan a estos actores virtuales para construir una opinión pública, las bases políticas reales comienzan a debilitarse por la ausencia de actores concretos en la práctica”.
Y precisa a continuación que “… Acá llegamos a una primera conclusión, tenemos por un lado un sector concentrado que ejerce el poder, tanto económico como político, que por medio de la promoción del uso de los espacios virtuales cohíben la práctica política concreta, fomentan el retiro de la militancia real a bases estables de opiniones desde un celular, tableta o pc y, en todo caso, permiten en forma circunstancial la movilización de esos actores por un tiempo mediado, corto y controlado por estos actores hegemónicos”.
De aquí que, al margen de la gran utilidad de las modernas herramientas informáticas como instrumento político para una gran diversidad de organizaciones económicas, sociales y filantrópicas, lo cierto es que las acciones políticas virtuales comúnmente evaden los campos de batalla concretos, siendo incapaces de tocar fondo, aunque en los casos más exitosos llegaren a tumbar gobiernos, motorizar impeachment, desacreditar políticos indefendibles y conmocionar de alguna manera a la sociedad (pero el curso sigue igual con algunos cambios de nombres).
Por ello, sin dejar de hacer uso de esa portentosa herramienta que es Internet y sus redes, la práctica política concreta, la de interacción viva y dinámica en la realidad y en los medios de comunicación tradicionales, alrededor de propuestas posibles motorizadas por una institucionalidad política capaz de encarnar, como su más grande compromiso moral, el sentir nacional, sigue siendo una tarea pendiente.