Amaury A. Reyes-Torres se ha referido recientemente al interés legítimo en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (TC), en un brillante “working paper” (“La amplitud del interés legítimo y jurídicamente protegido en la doctrina del Tribunal Constitucional y la justificación democrática para su ampliación”, abril, 2018) y, tras analizar toda la jurisprudencia dictada por el TC, ha concluido, con lo cual concuerdo, que “desde el 2013, como consecuencia de su continua interpretación del artículo 185.1 constitucional, el Tribunal Constitucional ha reconocido supuestos en que, si bien no convierte la acción directa de inconstitucionalidad en una acción popular, el Tribunal Constitucional se ha inclinado por una interpretación flexible de ‘interés legítimo y jurídicamente protegido.’ En efecto, contrario a la preocupación de que el interés legítimo y jurídicamente protegido aluda a la necesidad de que exista un interés directo para admitir la acción directa, los precedentes del tribunal parecen desechar esa concepción.”
Hay, sin embargo, un elemento que no es abordado por Reyes-Torres y que entendemos es tarea pendiente para nuestra doctrina constitucional. Ya sabemos que el TC ha establecido que “la acción directa en inconstitucionalidad, como proceso constitucional, está reservada para la impugnación de aquellos actos señalados en los artículos 185.1 de la Constitución de la República y 36 de la Ley Orgánica No. 137-11 (leyes, decretos, reglamentos, resoluciones y ordenanzas), es decir, aquellos actos estatales de carácter normativo y alcance general” (Sentencia TC 51/12), excluyendo los actos administrativos, cuya impugnación solo se admite excepcionalmente, cuando estos fueron dictados con la intención deliberada y manifiesta de violar la Constitución (Sentencia TC 127/13).
Pues bien, creo que, a la luz de esta errada jurisprudencia del TC, la noción de interés legítimo, salvo en los excepcionales casos de actos manifiestamente arbitrarios y actos en ejecución de la Constitución, es prácticamente inservible pues, al tiempo que se admite en la gran mayoría de –sino todos- los casos la legitimidad de todo el que acciona en inconstitucionalidad contra normas, ya no se necesita filtrar, por la vía de constatar el interés legítimo del accionante, los casos de acciones en inconstitucionalidad contra actos administrativos pues el TC, en violación a la Constitución y a la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, inadmite esos casos, al considerar que no procede dicha acción contra actos administrativos. Precisamente, el constituyente de 2010 incorporó a la Constitución la noción de interés legítimo como una manera de equilibrar la ampliación del objeto del control concentrado de constitucionalidad que, a partir de 2010, abarca no solo las leyes y los reglamentos sino también los actos. En este sentido, lo que se buscaba era evitar que el TC se inundara de acciones en inconstitucionalidad contra actos administrativos, incoadas por personas que no eran ni ariente ni pariente de las partes del acto, que no tenían vela en el entierro constitucional, pues no eran personas con un interés legítimo frente al acto. Pero ya ese filtro no hay que usarlo: sencillamente el TC, de modo pretoriano, puso una gran válvula a la entrada del tribunal que impide que los actos administrativos sean cuestionados por la vía de la acción directa.
Todo esto me recuerda la historia del hombre que estaba cortando la grama del jardín de su casa con su máquina cortadora de césped. Se le dañó. La reparó pero le sobró una pieza. Pensando que no servía para nada botó esa pieza. Sin embargo, cuando terminó de cortar la grama, no pudo apagar la máquina, por la sencilla razón de que la pieza que había desechado, pensando que no la necesitaba, era el interruptor para apagar la máquina. Algo así ha ocurrido en el TC. El TC se quitó de encima la ingrata tarea de revisar la constitucionalidad de los actos administrativos impugnados por la vía directa alegando, pese a la claridad de los textos constitucionales y legales, que la acción en inconstitucionalidad solo procedía contra normas, a pesar de que nada y nada menos que –adivinen quien- el propio Hans Kelsen admite la posibilidad de que se impugnen estos actos por la vía directa. Pero ahora no haya qué hacer con la pieza del interés legítimo: no puede restringirlo porque entonces impediría el acceso de los ciudadanos a la impugnación de las normas pero tampoco tiene que usarlo pues ya prácticamente son poquísimos los casos en que hay que averiguar si alguien tiene interés legítimo para impugnar o no un acto. Por eso hoy suena tan bizantina la discusión sobre el interés legítimo.