Hace unos días discutía con dos buenos amigos la controversia que se ha suscitado en torno a la moción de “interés legítimo y jurídicamente protegido” en el artículo 185 constitucional. Este es el artículo que dispone la existencia del control directo de la constitucionalidad por parte del Tribunal Constitucional y, también, quién está procesalmente legitimado para poner en marcha esa acción.
El argumento fundamental de mis dos interlocutores era que la intención original del constituyente es claramente cerrar la vía de acceso a la acción directa para eliminar la acción popular. Incluso, me animaron a volver a leer las actas de la Asamblea Nacional Revisora en el momento en que se discutió la acción directa en inconstitucionalidad.
Estos argumentos caen dentro de lo que la doctrina constitucional se llama originalismo. Es decir, la idea de que la interpretación constitucional se limita a analizar cuál era la voluntad del Constituyente al momento de votar un artículo constitucional. Nadie niega la importancia de respetar el texto constitucional. De hecho, la moderación del poder jurisdiccional ante las decisiones de los órganos democráticos es una de las reglas generales que deben guiar la labor de los jueces.
Pero el originalismo es insuficiente como mecanismo de interpretación constitucional. Los jueces no son ya lo que Montesquieu llamó “bocas de la Ley”. Esa visión era entendible en los tiempos de la Ilustración, como reacción a un sistema judicial al servicio del Monarca absoluto, y cuya única función era ratificar sus decisiones.
Es cierto que el artículo 185 limita el acceso de la ciudadanía a la acción en inconstitucionalidad, pero no la cierra totalmente. Tampoco la cierra tanto que la haga inútil para ésta
Esta concepción de los tribunales predominó durante muchas décadas, pero cayó en desuso con las lecciones aprendidas luego de la Segunda Guerra Mundial.
A partir de ese momento se reconoce a los tribunales la capacidad de ser defensores activos de la Constitución, permitiéndoseles interpretarla directamente como forma de garantizar la vigencia de los derechos fundamentales.
La Constitución no deja lugar a dudas de que esta es precisamente la función del Tribunal Constitucional dominicano. La primera oración del artículo 184 dice: “Habrá un Tribunal Constitucional para garantizar la supremacía de la Constitución, la defensa del orden constitucional y la protección de los derechos fundamentales”.
Es decir, que el Tribunal Constitucional tiene como función fundamental garantizar la supremacía constitucional y garantizar los derechos fundamentales. Estos no son objetivos distintos o dispares, porque es precisamente la Constitución de la República la que señala en su artículo 8 que “Es función esencial del Estado, la protección efectiva de los derechos de la persona”.
La Constitución y la protección de su supremacía son, pues, ambas garantías de la vigencia y efectividad de los derechos fundamentales. Todas las decisiones del Tribunal Constitucional deben estar encaminadas a obtener este fin.
Siendo así las cosas, debemos volver al tema central de este artículo. La pregunta es: ¿Basta la interpretación originalista para resolver la interrogante creada por el artículo 185 constitucional? Hay casos en los cuáles la respuesta sería que sí (como en el de una disposición constitucional clara y sin ambigüedades como la referida a la edad mínima para ser Presidente, por ejemplo). Pero en este caso me parece claro que no es así.
Las razones son varias. En primer lugar, la constitución es un sistema normativo y tiene que ser interpretada como tal. Contrario a lo que ocurre con otro tipo de normas (por ejemplo, el Código Civil), cuyos artículos en muchos casos pueden ser interpretados y aplicados de manera independiente, la Constitución tiene que ser interpretada como un todo. Esa es la principal dificultad de la interpretación constitucional, la complejidad que le imprime la obligación que tiene el juez de saldar los conflictos que se le presentan de manera que satisfagan a toda la Constitución y no sólo a un artículo en específico.
Esto revela una de las debilidades del método originalista de interpretación constitucional: El Constituyente no ha querido sólo un artículo, ha querido la Constitución completa. Independientemente de lo que digan las actas de discusión, lo jurídicamente vinculante es el texto constitucional. Pero el texto entero y no sólo parte del mismo.
En segundo lugar, la solución originalista a este caso olvida la diferencia existente entre “principios constitucionales” y “reglas constitucionales”.
Según Zagrebelsky, “sólo los principios desempeñan un papel propiamente constitucional, es decir, “constitutivo del orden jurídico. Las reglas, aunque estén escritas en la Constitución, no son más que leyes reforzadas por su forma especial. Las reglas, en efecto, se agotan en sí mismas, es decir, no tienen fuerza constitutiva fuera de lo que ellas mismas significan” (Zagrebelsky, Gustavo El Derecho dúctil, Madrid: Trotta, 2003, p. 110). Es decir, que la interpretación de la Constitución tiene que estar guiada por los principios constitucionales. Los que intervienen en este caso son, como señalamos anteriormente, la garantía de los derechos fundamentales y la supremacía de la Constitución.
Nada de lo anterior quiere decir que las reglas constitucionales pueden ser declaradas no existentes por el Tribunal Constitucional. Lo que afirmamos es que las mismas tienen que ser interpretadas de acuerdo a los principios constitucionales y no de acuerdo a criterios que se alejen de los mismos.
Lo que nos lleva a la tercera razón por la que consideramos inadecuada la interpretación avanzada por mis amigos en este caso. Y es que asumen que cuando se establece como requisito al acceso al control directo de la constitucionalidad el tener un “interés legítimo y jurídicamente protegido”, pueden usarse las definiciones del Derecho Civil para interpretar la Constitución. Esta es una solución inapropiada para la interpretación de este caso. La razón es que en la interpretación de la Constitución no se puede dar prioridad a criterios legales que a principios constitucionales.
Las normas y principios de interpretación del Derecho Civil están sujetas a la naturaleza de esa norma. Es importante señalar que muchas de las normas e instituciones del Derecho Civil ni siquiera son de orden público y pueden ser derogadas por acuerdo entre las partes. La Constitución no sólo es de orden público, sino que define el orden público. No pueden, por lo tanto, diluirse la supremacía constitucional y la potencia normativa de la Carta Magna en las instituciones jurídicas que definen las formalidades en el Derecho Civil. Cuando el Tribunal Constitucional interprete el “interés legítimo y jurídicamente protegido” tiene que determinar qué es esto en el contexto de la Constitución y sus principios, no de ninguna otra norma ni disciplina jurídica.
Si tomamos en cuenta que la Constitución misma es la que proclama que es el fin suyo y del Estado la garantía efectiva de los derechos fundamentales, que es nula de pleno derecho toda norma que viole la Constitución y que la soberanía nacional corresponde al pueblo: ¿No tienen los ciudadanos un interés legítimo a que se declare inconstitucional una norma de aplicación general que viola la Constitución? Negarlo implicaría afirmar que los ciudadanos no tienen ningún interés en que se preserve la supremacía constitucional, elemento esencial de la garantía efectiva de sus derechos fundamentales.
Lo mismo ocurre con la segunda parte de la fórmula constitucional, la expresión “jurídicamente protegido”. Es inadmisible que se aplique en este caso el criterio de que es necesario que quien reclame la inconstitucionalidad de una norma tiene que ser titular legal y comprobado de un derecho amenazado. En un sistema jurídico en el que la Constitución es norma suprema y de aplicación directa, no se puede condicionar la protección jurídica de un derecho a que una ley así lo prevea. Todos los derechos fundamentales son derechos jurídicamente protegidos por la Constitución.
Basta, pues con que la norma atacada sea de aplicación general o que quien la ataque pueda ver sus derechos afectados por ella para que tenga capacidad de acción. No requiere ni de una sanción legal, no puede exigírsele que su derecho se encuentre amenazado ni tampoco que esté disputando su ejercicio en un conflicto que ya esté judicializado.
Esto último es importante porque el Constituyente ya previó un tipo de control de la constitucionalidad para los casos en que los derechos se encuentren directamente amenazados. Se trata del control difuso previsto en el artículo 188 constitucional: “Los tribunales de la República conocerán la excepción de constitucionalidad en los asuntos sometidos a su conocimiento”. Este sí es un recurso que sólo puede ejercerse como medio de defensa de un derecho que se encuentre amenazado por la aplicación inminente de una norma jurídica inconstitucional. Es para el caso en concreto, y no alcanza más allá del mismo.
Si se interpreta el artículo 185 de manera cerrada, entonces se estaría convirtiendo el control concentrado en una reiteración del control difuso. Es decir, se estarían sumergiendo uno en otro dos mecanismos de defensa de los derechos fundamentales, con la consiguiente limitación de la efectividad de estos y la Constitución. ¿Qué sentido tendría haberlos creado los dos entonces?
Visto que la función de la Constitución y el Estado es hacer efectivos los derechos fundamentales y que el Tribunal Constitucional tiene como obligación central garantizarlos, corresponde a quienes proponen una interpretación cerrada de la cláusula del 185 probar la pertinencia de la misma. Pero para ello tendrían que argumentar y probar que los ciudadanos no tienen un interés legítimo y jurídicamente protegido en la defensa de la Constitución de la República ni en la defensa de las instituciones democráticas.
El impulso por la moderación del poder jurisdiccional y el respeto de las decisiones de los órganos políticos del Estado es saludable y necesario. Pero esto se logra en la decisión sobre los problemas de fondo, no impidiendo en sede del Tribunal Constitucional la discusión de los problemas constitucionales de interés ciudadano.
Es cierto que el artículo 185 limita el acceso de la ciudadanía a la acción en inconstitucionalidad, pero no la cierra totalmente. Tampoco la cierra tanto que la haga inútil para ésta. Lo que ha hecho es modular el –muy variable- criterio que tenía la Suprema Corte de Justicia sobre el acceso a la acción directa. Bajo la Constitución anterior se podía accionar casi bajo cualquier circunstancia, incluyendo contra normas jurídicas sin ninguna posibilidad de afectar ni a los ciudadanos accionantes, ni a las instituciones encargadas de velar por sus derechos. Esto ya no es así.
Pero lo anterior no quiere decir que sólo pueden accionar aquellos sobre cuya cabeza ya pende la amenaza de la aplicación de una norma inconstitucional. Como ya dijimos, para eso existe el control difuso de constitucionalidad.
El Constituyente limitó el acceso a la acción directa en inconstitucionalidad, pero no lo cerró del todo. Dejó en manos del Tribunal Constitucional la decisión sobre la forma y condiciones específicas tomará ese acceso. Por eso, la responsabilidad final sobre el acceso ciudadano a la acción directa no es del Constituyente, sino del mismo Tribunal Constitucional.