Si tienes oídos oye: Sé precavido a la hora de comprar condones. Nunca vayas a la farmacia de tu barrio.

Ten uno contigo, eso sí. Escóndelo en el fondo de tu cartera. El condón será tu ángel guardián, te protegerá de ñáñaras y sarananas, te reguardará de barrigas imprevistas y de enredos mayúsculos. Aún cuando los tiempos estén duros, cuando la pesca no sea ni milagrosa, el condón te servirá como amuleto.

Eso no, no cometas la torpeza de usarla en el bolsillo trasero de tu pantalón. Al cabo de meses de espera, te habrás sentado, aplastándolo, sin reparar en ello y sin proponértelo, en sillas de plástico, colas de motores, banquillos de piano llenos de partituras de Lecuona, sillones de conchos rotos, asientos plegables del play, bancos de parques en granito, sillas de guano, sillines de bicicletas, quicios y hasta bancos de la iglesia.

Esta odisea a la que someterás por ignorancia tus fundillos tendrá consecuencias desastrosas para ti y para tu condón. Primero, lo fragilizarás y en el remoto caso en que tengas que recurrir a su protección, éste, a su pesar, no estará en condición de dártela y acabarás cortao o con un muchacho que se te parezca o con las dos cosas. Amén de que, imperceptiblemente, día tras día, se marcará en el cuero de tu cartera un redondel de diámetro y circunferencia idénticos a los del preservativo. Y no te darás cuenta, pero tu madre sí, y te lo confiscará y te conminará nueva vez a vomitarle tus ignominias al padre Atanasio. Entonces tendrás que reponerlo y, desoyendo mis consejos, irás a comprártelo a la farmacia de la esquina.

Empujarás la puerta de cristal, luego de cerciorarte de que no hay nadie más. Mientras esperas que la farmacéutica salga de la trastienda, te entretendrás mirando en los estantes sobres del Pádrax en polvo, cajas de Forty Malt y oliendo el empalagoso Tricófero de Barry y las nauseabundas cápsulas de hígado de bacalao.

Y como contra décadas de adoctrinamiento católico nada podrá tu legítimo derecho a una vida sexual satisfactoria y segura, la culpa te embargará cuando veas volver al mostrador a la farmacéutica. Y sin esperar siquiera a que te dé los buenos días – desaprovechando la última e inmerecida oportunidad de evitar el berenjenal al que tu imprudencia te ha llevado derechito – le soltarás, clavando tus ojos en el quicio, un irrevocable « Déme un condón, por favor».

« ¿Pero tú no eres el hijo de Adán y Evelina? », te devolverá a modo de saludo.

Asentirás en silencio, porque has sido también condicionado a no decir mentiras ni prietas ni blancas y porque te acabas de dar cuenta en qué lío te has metido.

Y te preguntará que cómo quedó la última hora santa que celebró tu madre, y cuándo tendrá lugar el cursillo de cristiandad que dictará tu padre y te humillará diciéndote que cuánto has crecido y mandando saludos a todos los frutos de tu árbol genealógico, hasta la décima generación.

« ¿Qué me dijiste que querías? », te preguntará, cerciorándose, como buena cristiana, para no mentirle a sus comadres y vecinas cuando les vaya con el chisme de que eres una mala pécora, de que no entiende cómo dos santos como tus padres hayan tenido un diablo de hijo como tú, que a tu tierna edad ya hace rato que se ha ido de boca por la pendiente del estupro y la fornicación.

« Un colirió, por favor », responderás, acentuando a posta la última o, mirándola esta vez a los ojos para incrementar la remota posibilidad de que tu vano y tardío intento de sacar la pata sea exitoso, y notarás como en sus ojos aparecerá la duda que se mezclará con la desilusión de perder la oportunidad de colocar un chisme en el mercado y ver sus cotas de popularidad aumentar exponencialmente.

« ¿Perdón? », dirá, tratando de evitar lo inevitable, pero ya tendrás el control de la situación y sentirás que has salido airoso, que mis advertencias han sido completamente innecesarias, y agregarás, mientras te señalas los ojos pitajayosos, ya relajado, a modo de colofón:

« Un colirio, por favor. Tengo los ojos irritados »

Pero de repente escucharás detrás de ti un « Es que anda un brote de conjuntivitis » desolador, y no tendrás que volverte para reconocer la voz fañosa de doña Socorro Morbán, pero te voltearás de todos modos y la verás ahí, con su amplio vestido de algodón limoncillo que apenas da para cubrirle las empellas, llevando entre las manos un frasco de perfume que viene a devolver porque « no es suficientemente sexy ». Comprenderás aterrado que lo que en tu arrebato tomaste por un armario o un biombo era tu vecina, la solterona (que se jacta de que no morirá señorita, sin embargo), que ha asistido desde el principio al episodio, que te está prestando una ayuda que cuenta cobrarte con creces en su cama en un futuro cercanísimo, leerás en sus ojos color té earl gray que los rumores sobre su desaforado y libidinoso apetito son ciertos, que no lo habías percibido porque doña Cocó no te creía en edad de ofender, con esa pinta de muchacho de once años que tienes aún a los diecinueve, y pagas el colirio que nunca usarás – como el condón, porque dicen que doña Cocó los compra por cajas – con el corazón entre un puño, tragándote la saliva que ya no tienes y maldiciendo esa maldita costumbre de cantar victoria antes de tiempo, y te despides de la farmacéutica derrotada y de la gordinflona triunfante, y sales de la farmacia con las rodillas temblorosas y el rabo entre las piernas, y te vas haciendo a la idea de que Dios te ha castigado por no seguir al pie de la letra la penitencia que te impuso el padre Atanasio, a saber, conformarte a pecar como Onán hasta el día que recibas el sacramento del matrimonio.