Alguien me preguntó si seguiría escribiendo esta columna en caso de irme de vacaciones. La respuesta no la tengo, pero despertó en mí inquietudes que tienen que ver con la razón misma por la que se escribe. Con los años he comprendido que en un país donde la prensa se desenvuelve con tanto miedo y limitaciones, por la falta de institucionalidad y los compromisos con los poderes fácticos, la utilidad de una columna diaria de opinión se compara con la del correo y el Inespre, con lo que no haría falta mencionar otras momias inofensivas pero costosas de la burocracia estatal como el Idecoop, la ODC, la Dirección de Caza y Pesca y el Consejo Estatal del Azúcar, que ya ni caña produce, entre muchas otras.

A la larga lista cuesta ahora, por necesidad, agregar las incontables superintendencias, que van desde la salud, donde no se cura nada, a la de energía, donde existe de todo menos eso, y, por supuesto, a las comisiones que periódicamente se designan , en el ámbito público como en el privado, que dan buenos titulares y que no resuelven absolutamente nada, como fue el caso de aquella en el 2010 a la que se le asignó revisar ese adefesio monumental de una hoja llamada “receta única” y que dejó pasar meses sin responder su encargo, y por la que esperaron cientos de miles de pacientes de la inseguridad social.

A juzgar por los resultados, una columna diaria es tan inútil como lo parece casi siempre el ayuntamiento. Y que nadie se de por ofendido porque probablemente frente a ciertas necesidades ciudadanas poco se perdería sin ambos. En fin, la importancia de una columna de opinión es similar a las cumbres presidenciales, a excepción de aquellas a las que el hoy difundo  Chávez y el entonces rey de España, por aquello del “¿por qué no te callas?”, les dieron una dimensión histórica.

Naturalmente, hay otras inutilidades similares, como sería el Congreso, si no existieran los  famosos barrilitos.