La selección francesa de fútbol acaba de ganar el Mundial de Rusia 2018. Uno de los signos distintivos de esta selección es el hecho de que una parte destacada de los integrantes de su plantilla es descendiente de inmigrates africanos.

El hecho ha sido resaltado tomando en cuenta los difíciles tiempos que viven hoy los inmigrantes en Estados Unidos y en Europa. El nacionalismo chovinista percibe a la inmigración como un obstáculo al desarrollo nacional, sesgando la información sobre sus aportes económicos y sociales. También, obvia el gran intangible del ensanchamiento cultural que implica interactuar con personas de otras localidades, con otras formas de ver el mundo.

Es cierto que una selección de futbol es un conglomerado mucho más simple que un país y que la adaptación es más sencilla, en la medida en que el propósito general de triunfar deportivamente aglutina a todos y neutraliza las diferencias temperamentales e ideológicas de sus distintos integrantes.

Pero también es cierto que jugadores inmigrantes también tienen que luchar contra los prejuicios, los estigmas, las desconsideraciones y el rechazo que genera sus lugares de procedencia o el color de su piel.

A pesar de esos prejuicios, contribuyen con sus talentos e idiosincracias a enriquecer técnica, física y mentalmente a las selecciones que los reciben.

Del mismo modo en que las selecciones que aprenden a articular un proyecto común integrando a sus inmigrantes se tornan más poderosas que los equipos “étnicamente puros”, las naciones que acogen a sus inmigrantes y son capaces de articular con ellos un proyecto común se hacen más poderosas que aquellas cerradas hacia los otros.

La incorporación de los distintos nos saca de la zona de confort y nos estimula a readaptarnos, trasnformarnos, modificar nuestros estilos de pensamiento y de acción. En este sentido, el contacto con los diferentes nos estimula a la creatividad, mientras que convivir siempre con los que piensan y actúan como nosotros nos adormece en el dogmatísmo.