Daniel hace como que vive en un edificio de cuatro niveles ubicado en un sector de clase media de la capital. Por varios años es el encargado de cuidar y vigilar el lugar, al tiempo que mantiene las áreas comunes limpias. Es un hombre joven, que probablemente ronda, apenas, los treinta años de edad. No tiene familiares en el país. Es nacional de Haití y perdió a su familia en el fatídico temblor de tierra de aquel día de 2010.

Daniel sonríe. Tararea canciones y siempre tiene buen ánimo y disposición para colaborar con aquellos para los cuales trabaja. Practica de manera casi anónima y tranquila uno de los valores más preciados por cualquier grupo humano que se sepa decente: la empatía. Y aunque pocos en el edificio conocen quién es él en verdad, pues solo ven un cuerpo negro que se mueve al sonido de las órdenes sin buenos días, ni nada, Daniel es un tipo que no luce permeado por las injusticias con las que lidia a diario. Es como si no las percibiera, lo cual hace que sea más injusto aún. Porque cuando un contexto enfermo, dañino, perverso, hecha raíces en la costumbre y la norma, termina siendo aceptado y se excluye de los escenarios de luchas y reivindicaciones.

El espacio destinado para Daniel, o cualquiera que tenga la responsabilidad de trabajar como portero en ese edificio de apartamentos, es uno que equivale al baño de damas del cine que visito regularmente. A ver si le describo ese lugar y así usted se figura bien el escenario del que les hablo. Ya sabemos que es pequeño. Por supuesto, hay un sanitario, sería demasiado lo contrario. Arriba de éste, cerca del techo, hay un tubo que hace de colgadero de las escasas ropas que posee. Si él decide colocar una silla plástica dentro -de esas que aguantan mambo-, deberá ponerla sobre el inodoro para poder cerrar la puerta. Entonces así no dormiría en el piso. Pues ese espacio del que les hablo, que yo recorrería en menos de tres pasos, es todo lo que tiene para bañarse, para hacer sus necesidades fisiológicas, para vestirse, para dormir. ¿Entendió?

No conforme lo anterior, dentro de su "habitación" está la llave de agua que debe utilizar para limpiar el parqueo y las áreas aledañas. Ahí se guarda la manguera. Daniel siempre decide dormir en una de las sillas aquellas blancas que llegaron a su mente párrafo arriba. Sin embargo, con toda la ironía de la que puedo hacer uso, les digo que no todo es tan malo, pues tiene la dicha de poder usar no una, ¡sino dos sillas! Así duerme un poco más estirado. Un día lo hace debajo de la escalera de emergencia, otro al lado de su "habitación", y en ocasiones cerca de una mata de mangos que cuela algunas ramas desde el patio de una casa contigua.

Cuando hay lluvia, sea por un ciclón o tormenta, es cuando Daniel decide entrar a la burla de lugar que los diseñadores de este edificio destinaron para el humano que le toque trabajar de vigilante en él.  Le agradezco detenerse en este párrafo, por favor, para que haga un necesario ejercicio de visualización sobre todo lo dicho hasta ahora.

Veamos una parte del contexto para advertir la incongruencia simple y elemental que hay en esta realidad, que se repite silenciosamente en muchos edificios de apartamentos en la ciudad. En cada piso hay dos residencias, el piso del medio incluye sendos gazebos para decorar y ambientar a gusto, ahí los propietarios hacen barbacoas y fiestas con amigos en el mejor confort posible. Cada uno de estos apartamentos estaría valorado, creo, sobre los cinco millones de pesos. El parqueo se repleta, noche tras noche, de automóviles todo terreno y sedanes modernos. Cuando sus propietarios llegan del supermercado, esos que apenas saludan, gritan el nombre de la figura animada que suele estar sentado en la silla blanca, para que se haga con las fundas y las lleve, escaleras arriba, por que claro, están muy cansados para cargar sus cotizados alimentos.

Así todo lo anterior, la persona que está para cuidar un edificio de seis apartamentos de varios millones cada uno, donde sus habitantes tienen hasta dos vehículos modernos por familia, lo que suma más plata todavía, que hacen compras en el supermercado que multiplican por mucho el salario de dicha persona, vive en estas condiciones. ¿Cómo es que el maltrato a la persona que cuida mis pertenencias pasa desapercibido ante mis ojos? ¿Cuál sería el calificativo para una persona que sigue de largo ante una realidad así?

En este tiempo, donde todos hablamos de injusticia, de equidad, de corrupción, por qué no ver nuestro entorno y revisar nuestra participación en este sistema de injusticias normales y cotidianas que damos por naturales. ¡Qué puede haber de correcto en que una persona duerma en una silla, día por día, y que esta persona se levante de esa silla a atender a gente de clase media, mal educada y engreída? Siempre hay algo que se puede hacer para mejorar la realidad del semejante que está a nuestro lado. No tiene sentido enarbolar consignas de paz, justicia, equidad, si todos los días esquivo al sujeto que está a mi lado para ni reconocerle su condición de humano. Es absolutamente enfermo y maldito no considerar el cansancio del otro, la necesidad del otro, el hambre del otro, su enfermedad, su realidad, si precisamente ese otro sujeto es parte de nuestro día a día.

A esto se añade la ausencia total de regulaciones de un Estado que sencillamente no puede ser más inoperante, que exija a los gestores correspondientes el cumplimiento de al menos un mínimo de requisitos que garanticen la dignidad de estas personas que se ganan la vida cuidando edificios. Es verdaderamente asqueante, desolador y doloroso.

Esto que les cuento no solo lo vive Daniel. Es una realidad de muchos hombres que hacen este trabajo, sean dominicanos o haitianos. Daniel existe, por respeto a su privacidad le he llamado así, reservando para mí su verdadero nombre. Existe, es ameno, decente, respetuoso a más no poder, discreto, solidario. Lástima que aquellos para quien trabaja apenas vean en él a un sujeto que está para abrir el portón cuando el mando a distancia no funciona, y para cargar las fundas del súper.