Cuando la ansiedad viene sola, acelera el corazón, seca la boca, y llena de inquietud el cuerpo sin saberse la razón, de acuerdo con el psicoanálisis el agobio proviene del subconsciente y, de acuerdo con los organicistas, de zonas específicas del cerebro. Al no tener esa angustia origen externo se encuentra en la nosología como “desorden de ansiedad”. Pero la ansiedad que ahora sentimos, enfrentándonos a esta desgraciada y letal pandemia, no es desorden que emane de resabios del subconsciente ni de alteraciones cerebrales. Es un miedo natural, tan normal, que  si no lo tuviésemos   sospecharíamos  de algún desorden de la personalidad; o de una utilización extrema del arsenal de defensas psicológicas con el que contamos. El espanto es propio del momento. Esta realidad conduce al susto.  

El miedo es advertencia; prepara la huida y  promueve la   protección frente a la amenaza. Cuando el peligro es claro, como ahora, buscamos maneras de contrarrestarlo, de volver a sentirnos seguros y disminuir los síntomas de ansiedad (tanto si es provocada o proviene de la nada sufrimos la misma angustia). Temerosos de perder nuestra integridad física o psicológica, corremos  en busca de  protección – una reacción molesta, pero instintiva; un reflejo. Es esa misma inseguridad  que nos ataca ante desconocido que ataja en medio de la noche, cuando la enfermedad se agrava, la del campo de batalla, de la pobreza, de la inminencia de quedarnos sin nada. Si no podemos luchar contra el desafío, la ansiedad se ensaña y gana. 

En esta inédita y catastrófica pandemia, la angustia es inseparable  compañera del virus, y tan contagiosa como él. Muchas son las fuentes de ansiedad que desencadena el bicho letal cambiándonos la existencia, la forma en que solíamos vivir. En primer lugar, ha dado al traste con nuestra rutina, cercenando radicalmente los rituales de la cotidianidad, forzándonos a vivir de otra manera. La desazón que esto provoca  reta constantemente  nuestra capacidad de adaptación . 

 En este extraordinario cambio, encontramos el horror a enfermarnos, a morir, a que se infecte la familia.  Comienzan a ronda rel pensamiento fantasías lúgubres del momento en que el virus penetre nuestra anatomía, sometiéndonos a tos, fiebre, y asfixia. A la vez, extendiéndose igual que la infección, nos estremece  la incertidumbre financiera, personal y nacional: inseguridad laboral,  quiebra. Para los pobres, temor de hambre y de quedase en el abandono absoluto. Simultáneamente, horroriza el  tic tac del reloj: dos meses, tres, el resto del año, lo que pueda quedar de vida, incógnitas a las que nadie puede responder  en la actualidad.  Enrareciendo y añadiendo rabia a esta atmósfera de horror, día a día somos testigos de la incapacidad sanitaria del Estado que, aunque conocida de todos,  ahora  muestra  toda su criminal vileza. Vemos la manipulación política de la desgracia y terminamos indignados, sabiéndonos desprotegidos. 

Es una situación de horror inapelable, única, la que vivimos. “La madre de la ansiedad” es lo que sentimos ante tantas interrogantes y amenazas. Sin embargo, tenemos que seguir espantando este inevitable miedo que nos embarga. No desfallezcamos, adaptémonos, agarremos la esperanza de saber que es una tragedia con fin. Terminará pronto. Recogeremos los pedazos y reconstruiremos nuestras vidas poco a poco. Los humanos, a pesar de nuestras tendencias destructivas, hemos resurgido una y otra vez de peores momentos, y volveremos a hacerlo.