En una obra clásica de la reflexión antropológica, Magia, Ciencia y religión (1954), Bronislaw Malinowski relacionó la creencia mágica y religiosa en los habitantes de las islas Trobriand con los niveles de peligro, incertidumbre y azar a que eran expuestos por la naturaleza. En otras palabras, allí donde los lugareños se encontraban en medio de una situación amenazante que escapaba al control tecnológico, o que se caracterizaba por el azar y la incertidumbre, aumentaban los comportamientos religiosos (rituales y oraciones). Cuando la situaciones permitían un mayor nivel de control humano, esos mismos comportamientos se reducían.
La reflexión de Malinowski ha tenido continuidad hasta nuestros días. Por ejemplo, en el año 2012, un libro de Nigel Barber titulado Wy Ateism Will Replace Religion:The triumph of earthly pleasures over pie en the sky (Por qué el ateísmo substituirá la religión: El triunfo de los placeres terrenales sobre el pastel en el cielo) vincula la creencia religiosa con la inseguridad generada por la precariedad de la vida.
Estudios de percepción religiosa como el comentado en mi artículo del año 2019, “El declive de la religión”, apoya las referidas afirmaciones. Los datos muestran una reducción de la religiosidad en aquellas zonas del planeta donde existen altos niveles de vida, mientras muestran altos niveles de creencia religiosa en zonas caracterizadas por altos índices de precariedad.
La lectura de esos datos no debe leerse en el sentido superficial de que a mayor riqueza hay menos religiosidad, mientras que a menor riqueza hay mayor religiosidad. La riqueza material es solo una parte de los bienes que proporcionan sensación de certidumbre. Estos bienes tienen que combinarse con bienes menos tangibles, como la sensación de autonomía y de seguridad. Las sociedades con altos índices de desarrollo humano no solo solo tienden a ser más ricas, sino también, tienden a disponer de mejores sistemas de salud, redes institucionales más eficientes de protección social, reglas de juego claras y mas igualitarias, en otras palabras, mayores posibilidades de control tecnológico sobre la vida cotidiana y de generar un entorno de bienestar psicológico.
Por su parte, en las sociedades con bajo índice de desarrollo humano, el espacio y el tiempo del Mundo de la Vida está estructurado por la precariedad y la incertidumbre, porque fallan todas las instituciones llamadas a proporcionar sensaciones de seguridad en la ciudadanía. Esto crea las condiciones para que los movimientos religiosos reemplacen la ineficacia estatal y las injusticias de los modelos económicos excluyentes con redes de solidaridad, mientras constituyen comunidades que proporcionan amor, esperanza, consuelo y seguridad a sus integrantes.
En el desarrollo de esas prácticas esas comunidades también gestionan la formación que, en muchos casos, terminan construyendo una imagen del mundo consecuente con las precariedades de la vida cotidiana, con sus fobias y esperanzas.
Por tanto, con frecuencia, la forma de vida religiosa de estas comunidades no constituye un modo de realización psicológica adulta, libre y consciente; sino un mecanismo psicológico infantil de búsqueda por la dádiva, la protección y el cuidado.
El referido mecanismo psicológico se activa en situaciones de incertidumbre, como la que vivimos en la actualidad, angustiados por un virus desconocido que puede afectarnos en cualquier lugar y en cualquier momento.
Es comprensible, dado lo que hemos expresado, que estos momentos sean de manifestaciones espontáneas de fervor religioso por parte de la gente común y que vive en situaciones de precariedad. Lo inaceptable es la promoción, la manipulación religiosa y política que hacen, de ese fervor, el oportunismo político y el fariseísmo religioso.