El fenómeno de los nombramientos forzados, es decir, de las designaciones ejecutivas contra vientos y mareas, es una de las tantas expresiones del sistema clientelar. Es parte consustancial de la cultura política nacional. En ella el mérito y la formación, la hoja de vida impecable y la experiencia de Estado, de acuerdo con el cargo, son requisitos que, en los hechos, no suelen ser prioridades a la hora de elegir funcionarios de relevancia.

En estas dos primeras semanas de sorprendentes y a veces esperanzadoras revelaciones del gobierno de Luis Abinader, vemos preocupantes indicios de afloramiento de esa cultura clientelar que tanto daño ha hecho a la democracia dominicana.

El presidente aceptó modificar una ley para hacer posible el nombramiento de un amigo o compañero de partido. Por lo que sabemos, en un Estado de Derecho de cierta madurez relativa, eficiente y transparente, debería ser al revés: quienes no cumplan los requisitos de ley para ocupar cargos importantes en la Administración, deberían ser descartados como postulantes.

Esos requisitos, que no discriminan ni violan derecho fundamental alguno como han dicho algunos picapleitos, son en realidad la única garantía de capacidad profesional y técnica de los seleccionados para ejercer determinadas funciones públicas. Por lo demás, las leyes se modifican buscando su actualización y mejora sustantiva, no para favorecer correligionarios.

Como ha dicho Emmanuel Esquea, reconocido jurista y fundador de los cimientos del partido gobernante, la decisión tiene una connotación trascendente en la medida en que pone en tela de juicio la independencia del Congreso Nacional, ahora dominado ampliamente en las dos cámaras por el PRM. ¡Ni que fuera un hijo mío! -exclamó estupefacto el doctor Esquea en Twitter.

Dada esa amplia supremacía congresual del PRM, ¿deberíamos acostumbrarnos a que cualquier bellaquería jurídica se apruebe sin los mayores contratiempos? ¿Creen ustedes que son suficientes las explicaciones aprobatorias del Ejecutivo para aplacar la conciencia nacional y aminorar la indignación ciudadana expresada en las redes sociales? De ninguna manera.

Antes de Esquea, el presidente del CODIA, Francisco Marte, también manifestó su inconformidad. Sus planteamientos van en la misma línea: ¿las leyes que crean instituciones deben acomodarse a compromisos políticos previos para evitar que el presidente falte a su palabra?

No solo es un odioso ejemplo de debilidad institucional, es más que eso: es la permanencia de lo que el cambio no puede ni se propone cambiar: una cultura política donde el presidente es un faraón y los intereses personales y grupales que respaldan su mandato están por encima de las normas estatuidas.

Para nosotros es el primer caso de corrupción en este gobierno, al menos si estamos de acuerdo con nuestra vapuleada Constitución (Art. 146) “…será sancionada la persona que proporcione ventajas a sus asociados, familiares, allegados, amigos o relacionados”. ¿Y acaso no es una ventaja a favor de Wellington Arnaud enviar al Congreso Nacional una ley para que sea modificada con el único expreso propósito de facilitar su nombramiento? ¿Y la larga fila de competentes ingenieros con la especialidad requerida que buscan un empleo?

¿Qué hay detrás del trueque desobediente de la ley de una diputación abundantemente remunerada por un sueldo de más de 200 mil pesos? ¿Es que está gravitando como incentivo el presupuesto de la entidad y la gran cantidad de empleados mal pagados con los que cuenta? El presupuesto actual de Inapa ronda los 8 mil millones de pesos y el personal en funciones debe sumar cerca de 4 mil ciudadanos.

¿Quizás sea el deseo irrefrenable de un patriota de servir la demanda insatisfecha de acueductos, alcantarillas y tratamiento de aguas residuales? ¿O será que el presidente desea tener un hombre joven de su confianza en el mando de uno de los principales mercados públicos de trabajo? ¡Quién sabe!

En todo caso llama la atención el argumento esgrimido desde la presidencia para justificar la modificación al vapor de la vieja Ley núm. 5994-62 (Gaceta Oficial-8680-11 08-1962). El pueril argumento no puede menos que calificarse de vergonzosa incriminación reveladora. Según la presidencia, la modificación responde al interés de tener al frente del organismo de marras a un abogado capaz de fraguar las alianzas del Estado con el sector privado para cumplir con la promesa de construir los acueductos que faltan y reparar los que están en funcionamiento.

Todas las instituciones importantes del Estado tienen un cuerpo de abogados y hasta asesores jurídicos para salvaguardar la legalidad de las decisiones de las máximas autoridades ejecutivas. Un director ejecutivo, requerido como ingeniero de alta especialización por la ley, en este caso, no tiene que ser necesariamente abogado para hacer negocios con el sector privado. Ahora bien, esos negocios, además de la anunciada y defendida competencia jurídica, capacidad gerencial y política del señor Arnaud, sí requieren definitivamente -en nuestro sistema clientelar y prebendario- la máxima confianza en el designado. No importa el diabólico antecedente: modificar una ley exclusivamente para facilitar un nombramiento.

La naturaleza de cada organismo estatal, sus facultades, atribuciones y competencias misionales son los elementos que deciden de derecho el perfil de sus máximas autoridades. Y este no es un tema de rigidez legal de algunas instituciones. Es un asunto de interés público.

Finalmente, llama la atención la defensa que hace Winston Arnaud de su hermano: todo ciudadano tiene derecho a participar en la administración pública. Nombren pues a un limpiabotas en Salud Pública, un profesional en TIC en Medio Ambiente y a un boxeador en Obras Públicas. Todos ellos son tan ciudadanos como nosotros. Pero no. Si nos atenemos a la peregrina lógica del pariente, con sus sorprendentes pretensiones constitucionalistas, llenaríamos de sinvergüenzas, malhechores y advenedizos la Administración.