No se hizo esperar. Justo a la semana, mi amigo cumplió su promesa y me invitó a una cerveza. Seguía interesado en conocer la psicología de los impunes. Acepté, y comencé a decirle lo que pensaba.

Entender la pequeña burguesía es imprescindible, si queremos desentrañar las raíces del problema; ese grupo sufre carencias y marginaciones que crían resentimientos. En países subdesarrollados, dominados por las clases altas, tienen un futuro incierto. Décadas atrás, intentaron cambiar esas injusticias sociales acogiéndose a ideologías revolucionarias.  Fracasaron, y engavetaron los dogmas.

Entonces, encontraron en la política criolla una esperanza. Se acogieron sin pudor al pragmatismo, dando rienda suelta a sus ansias de escalar social y económicamente. En la política – lo habían visto por generaciones – se pueden convertir en grandes señores en poco tiempo: basta con ser astutos, inteligentes, y poseer algún diploma para alcanzar la prosperidad. En esos lares, no tienen que temer a la ley ni preocuparse por escrúpulos éticos.  Perciben el poder como el lugar ideal para despojarse de resentimientos y olvidar el irritante ninguneo. (Sorbí un trago con espuma, y pasé a explicarle a mi anfitrión que esa creencia era errónea, pues esas penas no se curan fácilmente, sólo se alivian.)

Durante la infancia, vivimos un grandísimo egocentrismo, propio de esa etapa del desarrollo. Sentimos ser centro del universo, “ombligo del mundo”, y todos deben servirnos. Es el momento de mayor y más absoluto narcisismo. Pero ese ensimismamiento va dando cabida a la realidad y luego reconocemos nuestras limitaciones y las de los demás.

Nada se parece tanto a ese estadio infantil que la magnificencia de gobernar en sistemas presidencialistas y libres de escollos institucionales. Tener una caterva de incondicionales besándote los pies, y millones de dólares por todas partes, disloca. “El poder ofusca a los inteligentes, y vuelve loco a los tontos”. Entre los poderosos, el mundo vuelve a girar alrededor de ellos, creyéndose que lo pueden todo, y que hasta que la vida humana les pertenece. (Terminándose las bebidas, mi interlocutor frunció el ceño. Quizás no entendía nada.)

Este fenómeno psicológico, desencadenado entre los que mandan y pueden mucho, afecta particularmente al pequeño burgués – lo advirtió el Profesor Juan Bosch a sus discípulos, compuestos mayoritariamente por ese grupo social.  

Sumemos ahora la impunidad y la corrupción como tradición política, parte del carácter nacional, y tendremos como resultado un terreno fértil para que quienes tienen cojeras y carencias personales puedan comportarse como infantes  narcisistas ocupándose solamente de sus intereses y sus placeres sin consideración hacia los demás.  

Alienación, resentimiento, sobrecompensación, narcisismo, corrupción, e ineficiencia institucional, consolidan una impunidad permanente enajenada de toda realidad social. Gobernando, tienden a dar al traste con cualquier obstáculo que se interponga a sus fines. Removerán cielo y tierra con tal de no volver a ser uno más entre mortales. Así de compleja y simple – dije a mi amigo – es la deformación que sufren esos individuos mientras mandan.

Estamos jodidos por ahora, estos enfermos no responden a tratamientos tradicionales: necesitan intervenciones convulsivas, drásticas, catastróficas, que, casi seguro, se llevarán de encuentro el orden establecido. Sería catastrófico. Basta mirar hacia Iberoamérica para darnos cuenta del desastre que nos caería encima. No es problema de izquierdas ni de derechas, es un problema psicosocial que deforma a izquierdistas y derechistas por igual. Es que nuestra historia engendra monstruos políticos.

Mientras el amigo pagaba las cervezas, recordamos juntos una escena del primer episodio del filme “La Guerra de las Galaxias”. En ella, monstruos de diferentes galaxias departían y bebían juntos en una cantina: comandantes, piratas, asesinos interplanetarios, mercaderes e intrigantes. Unos más horripilantes que otros, repugnantes todos. Entre ellos, nadie lucia deformado. Todos lo estaban.