Ser dominicano es una tarea difícil. Ser dominicana lo es todavía más. Ingrata faena, sin duda. ¿Recompensas? Muchas, pero a qué costo… Llevar una vida normal, enfocarse en tareas productivas, construir (en vez de destruir), entretenerse, ser feliz, tener éxito en la fatigosa labor de evitarse problemas son, en nuestro terruño, proezas que se conquistan a sangre y fuego. La explicación es sencilla: los dominicanos y las dominicanas, los que viven aquí y los que viven desperdigados por la gran canica azul, se ven en la absurda obligación de tener que defender lo fundamental, lo básico, lo simple, lo que antes de vernos en la ridícula situación de defender nos parecía que no teníamos que defender. Eso que en otros países ciudadanos y ciudadanas no tienen que invertir ni tres calorías en imaginar, puesto que forman parte de un substrato contractual que no se cuestiona ni se revisa, aquí ocupa nuestras vidas las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, los doces meses del año.
No podemos dormir ni estar tranquilos, porque durante nuestro sueño, porque durante nuestro asueto, venden nuestras playas por besitos de coco; se reparten nuestras reservas naturales; empeñan a nuestros hijos; nos sodomizan con apagones que nos cuestan un ojo de la cara; ofrecen la tierra que nos alimenta para albergar desperdicios tóxicos; regalan nuestro oro a los prestamistas que financiaron sus torres, yipetas, orgías y relojes… y nos aconsejan sentirnos orgullosos y agradecidos de convertirnos en esclavos de quienes nos expolian.
Trabajo duro, este de ser dominicano. Y el de ser dominicana todavía más, porque la mujer que nace aquí encima tiene que luchar con uñas y dientes por ser dueña de su propio útero, de la riqueza que ella misma genera, del privilegio satánico de asumir que nada de lo que ella haga o deje de hacer ha de merecerle la paliza de un hombre… que es exactamente lo que asumimos nosotros, los orondos propietarios de penes. ¿Qué dominicano soportaría ser dominicana por un solo día? Ni uno solo.
Cada día nos despertamos y nos levantamos de la cama a compaginar nuestra rutina cotidiana con la defensa jadeante de cada pulgada de nuestros derechos, de nuestros recursos, ¡incluso de nuestro territorio! Todos los días somos Duarte y peleamos por nuestra independencia. A cada momento aflora una nueva afrenta, una nueva agresión, un nuevo chanchullo, una nueva cabronería, cada vez más original, cada vez más alambicada y creativa, cada vez más barroca, cada vez más florida, cada vez más fantástica, cada vez más sucia, inmoral, dañina, cancerígena.
Somos un país sin paz, constantemente alerta, al acecho, olfateando a los depredadores para ver si tenemos la suerte de sorprenderlos primero y darles por el cocote. ¿Qué pasaría si fuera de otra manera? ¿Qué pasaría si relajáramos nuestra vigilancia por dos o tres días y permitiéramos que estos bandoleros dieran rienda suelta a su putrefacta, pero vivaz, imaginación? El cielo es el límite. ¿Regalar nuestros recursos acuíferos a jeques de Jordania? ¿Permitir a las compañías farmacéuticas que determinen con nuestros cuerpos la efectividad de sus medicinas? ¿Quizás sea posible un jugoso contrato para excavar un hoyo colosal por los lados de Azua y enterrar allí los desechos radiactivos de los viejos reactores soviéticos? ¿Venta de órganos desde los hospitales públicos? ¿Exagero? No creo. ¿Acaso no exportamos ya nuestras mujeres y nuestros niños?
Pero, ¿quiénes son "ellos"? ¿Quiénes son estos vagabundos a los que hasta ahora me referido con pronombres? La respuesta es trágica. Y repetitiva; no sé cuántas veces he dicho lo mismo, artículo tras artículo. Pero no me cansa ser redundante, porque el día que me canse, pierdo; además de que pienso que mientras más lo machaque, más llego… "Ellos" son nuestros oficiales electos, "ellos" son la máquina estatal, articulada, en principio, para velar por nuestros intereses, por nuestra felicidad y por nuestra soberanía. Lean de nuevo la oración anterior y pregúntense si es un estado, entonces, lo que tenemos. Parecería más bien que nos gobierna, no un estado, no, sino un chulo. Un chulo con un sombrero de rico y colorido plumaje, con accesorios de oro y bastón de marfil, un proxeneta feo y con mal aliento que nos pasea delante de una audiencia primermundista y nos palmotea la nalgas para que no quepan dudas acerca de nuestra salud y abundancia… La historia se repite primero como tragedia y luego como farsa, dijo Marx. No supo, no podía saber, que nosotros, además, la repetimos como sainete y como mojiganga. ¡Qué duro es llevar una vida normal en medio del sainete! ¡Imponerle seriedad a la mojiganga! ¡Hacer hábito de convencerse y convencer de que nuestra vida no es relajo! Trágico, pero cómico, tener que defendernos constantemente de nuestros defensores.