Pese al enorme rechazo concitado, y las muchas objeciones de parte de organismos nacionales e internacionales defensores de los derechos humanos, el Senado mexicano aprobó la semana pasada con 71 votos a favor y 34 en contra, la Ley de Seguridad Interior. En esencia, esta ley institucionaliza y regula el papel central que tendrán en lo adelante las Fuerzas Armadas mexicanas en la seguridad interna.
La aprobación de la Ley de Seguridad Interna Mexicana confirma una tendencia preocupante en América Latina, a saber: el creciente rol que están asumiendo los militares en el ámbito de la seguridad pública. Para la mayoría de los gobiernos latinoamericanos, la reconversión de sus supernumerarios militares parece ser la panacea al dilema de su desmovilización. Esa realidad la hemos visto acontecer en Colombia, con el fin del conflicto armado, en Venezuela con el uso muscular de los militares para reprimir las protestas, en Brasil para la limpieza social en las favelas, de manera emergente en Argentina para enfrentar la situación del narcotráfico, en República Dominicana para el patrullaje policial conjunto.
Sobre la aprobación de esta ley, el representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, (ONU-DH), Zeid Ra’ad Al Hussein expreso su preocupación, porque está demostrado que “una década después de que las fuerzas armadas fueron desplegadas en labores de seguridad pública la violencia no ha disminuido y tanto los agentes estatales como los federales siguen perpetrando violaciones a derechos humanos, incluso torturas, ejecuciones extrajudiciales y desapariciones forzadas”
Análisis contextual
El escalamiento y la complejidad de la violencia en México coloca a esa nación en una categoría especial de violencia crónica. Hace ya tres años, la horripilante y aún no esclarecida desaparición de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, colocó al país en el centro de un escrutinio internacional sobre las relaciones entre la política y la criminalidad organizada. Esto así, porque entre las hipótesis que se han manejado respecto a la desaparición de las victimas que realizaban una protesta en Iguala (estado de Guerrero), la más robusta vincula a la alcaldía del PRD con el cartel de los Guerreros Unidos, un reducto del desaparecido cartel que encabezaba el entonces aliado del Chapo Guzmán, Arturo Beltrán Leyva, asesinado por las autoridades en el 2009. En este año 2017, que recién finaliza, trece periodistas han sido asesinados, engrosando así una ignominiosa lista de setenta y nueve comunicadores que han sido aniquilados desde el 2006, año en que el Presidente Calderón declaró públicamente la guerra contra el narcotráfico. Consecuentemente, la cartelización en México es una realidad latente, epitomizada en los carteles de Sinaloa, los Zetas, el Cartel del Golfo, el Cartel de Juárez, la Familia Michoacana, y otros emergentes como Jalisco Nueva Generación y Los Caballeros Templarios.
Pese a este aparente excepcionalismo, un rasgo característico de la violencia letal en México es su carácter selectivo, ya que la tasa nacional de homicidios en el 2016 colocó a ese país mas o menos en el nivel promedio de América Latina, (20 homicidios por 100,000 habitantes). Empero, el 40% de estos homicidios dolosos se concentran en unos 50 municipios, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).
Fuente: Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Publica. Tomado de http://www.animalpolitico.com/2017/02/2017-aumento-de-homicidios/
Esta compleja realidad ha sido utilizada por la clase política Mexicana para justificar la entrada de su quinta columna por la puerta delantera. Así, la recién sometida ley de seguridad del Estado de México, se sustenta en el reconocimiento de la condición comprometida en la que se encuentra la soberanía interna, con varios de sus entidades federales bajo control territorial y político de grupos armados desregulados, responsables de la producción, tráfico y comercialización de drogas, incluyendo sintéticas. Esta empresa ilícita en México genera un capital de aproximadamente 3,000 millones y ya ha cobrado unas 80,000 vidas en una década.
Sin embargo, los disparadores, y agentes promotores de esta violencia son múltiples, e incluyen sobre todo a las fuerzas políticas locales y federales, también a las estrategias de “descabezamiento” y desarticulación de los carteles, que han producido el efecto contrario de atomizar y multiplicar las redes ilícitas a lo largo de los últimos 12 años. A este prontuario hay que añadir como un factor crítico la corrupción política y de agentes activos o retirados de puestos burocráticos. La aprobación en el 2015 de una Ley General que creo el Sistema Nacional de Anticorrupción, ha hecho muy poco para transformar la arraigada cultura de impunidad y corrupción que arropa a las entidades federativas. De hecho, dicho proyecto parece estar siendo socavado por sus propios promotores, dado que a siete meses de activada, menos de la mitad de los congresos estatales han incorporado el Sistema a sus constituciones locales. Un reporte reciente de la Comisión Anticorrupción destaca que únicamente 16 de las 32 entidades federativas han cumplido con el mandato de incorporación,
Análisis conceptual
La nueva ley supone un ejercicio de re-conceptualización del ámbito de la seguridad en México. A fin de justificar el supremacía de las fuerzas Armadas (Ejército, Armada y Fuerza Aérea) federales y estatales, en el espectro de un concepto ampliado de la seguridad, la clase política ha redefinido los escenarios de intervención muscular alrededor de tres parámetros: político, espacial, y temporal. En términos políticos, el Congreso de la Unión redefine tres ámbitos espaciales de la seguridad: Nacional, Interior y Pública. Bajo esta óptica, la seguridad nacional y la seguridad interior se refunden en un continuo cuyo objeto consiste en tutelar el “orden interno” (p.4), evitando, de acuerdo con sus proponentes, “Usurpar el ámbito de la seguridad pública.” Los proponentes aclaran que la seguridad interior no es reductible a la seguridad nacional a la seguridad pública, aunque “Sí guarda ciertas semejanzas con la primera, pues comparten un origen que tiene que ver con la preservación de la soberanía nacional mediante la defensa exterior o interior de la población” (Pp: 7-8). De esta suerte, se define “La seguridad interior como una rama de la seguridad nacional.” Finalmente, el objetivo de la Seguridad Interior es tutelar el orden constitucional, el Estado de Derecho y sus instituciones democráticas, garantizando la protección de los derechos humanos y las garantías individuales (P:10).
Como observara el lector, gracias a este rejuego semántico, por medio del cual se propone establecer una distinción nominal entre espacios operativos, se escurre una cacofonía conceptual que reduce los contenidos y ámbitos de relacionamiento de la seguridad a una totalidad intrincada, donde los límites de la acción, los ámbitos de relacionamiento y los sistemas consecuencias desaparecen por arte de magia.
Donde dije digo, digo Diego…
La eufemística división entre seguridad nacional, seguridad interna y seguridad pública que someten los proponentes de la ley en realidad constituye un estribo para redefinir la jurisdicción de las FF.AA. mexicanas, cuya misión, no difiere en mucho del resto de las fuerzas armadas Latinoamericanas y caribeñas, excepto por lo de garantizar la seguridad interior, lo cual, a juicio de los promotores de la ley de marras, sólo puede darse con la participación del ejército “ante los nuevos escenarios complejos de inseguridad por los que atraviesa la nación” (P:11)
Por si todo esto fuera poco, el catálogo de nuevas amenazas incluye todo aquello que pueda constituirse en un riesgo a la seguridad interior, lo cual deja poco espacio a la improvisación, dado que dichas fuerzas estarán además obligadas a identificar y atender los potenciales riesgos. Bajo este nuevo encuadre, las Fuerzas Armadas obtienen así su muy deseada patente de corso que les ofrece en bandeja de plata el enfoque multidimensional de la seguridad ante “las emergencias, los desastres naturales, las epidemias y las contingencias de salubridad general, por las consecuencias devastadoras que este tipo de eventos tienen en el territorio nacional, el cual es propenso a sufrir estas catástrofes debido a su ubicación geográfica” (p:14).
En adición a la abundante retórica que acompaña a la ley sobre las garantías de respeto de los derechos humanos, sin que dichas previsiones aparezcan avaladas por ningún mecanismo real de coacción y menos aún, ningún régimen de consecuencias, la creación de un Consejo de Seguridad, presumiblemente inclusivo, y la temporalidad de los mandatos de intervención de las fuerzas armadas, son los dos artificios introducidos por la clase política para validar el mandato que institucionaliza el uso público de las fuerzas armadas.
Quizás el aspecto más patético del discurso justificativo contenido en el dictamen de las comisiones unidas de gobernación y de defensa nacional, relativo al decreto de Ley, es el reconocimiento de la pobreza institucional del Estado. En palabras de los suscribientes, “Las amenazas internas han puesto en vulnerabilidad las instituciones del Estado, situación que no puede enfrentarse en algunos casos por las fuerzas civiles con que se cuenta. Para decirlo claro, el problema de la seguridad en áreas geográficas determinadas, ha rebasado a la autoridad civil, lo que justifica la necesidad de establecer medidas extraordinarias en tanto haya condiciones para retornar a la normalidad” (p.11).
Partiendo de esta premisa abiertamente derrotista, las garantías de preservar el Estado de Derecho, la integridad de las personas, e incluso la gobernabilidad democrática se evidencian sumamente cuestionadas en el futuro cercano.
Cuando las barbas de tu vecino veas cortar….
México se presenta como un escenario excepcional, pero si algo hemos aprendido los estudiosos de estos fenómenos socio-políticos en América Latina y el Caribe es que los escenarios excepcionales suelen ser productos del quehacer político, de la incapacidad de las burocracias gubernamentales y de las élites partidarias para generar alternativas que no se conviertan eventualmente en callejones sin salida. Nuestro país, República Dominicana debe mirarse en este espejo, porque estamos a tiempo de buscar salidas integrales, y racionales a los problemas de la delincuencia, los feminicidios, la intolerancia y sobretodo la corrupción. No queremos derivar en salidas ad hoc, ni de último recurso. No necesitamos a militares asumiendo labor policiales en las calles o en los barrios de nuestro país. Tampoco necesitaríamos mas cárceles ni más reclusos. El país requiere políticas comprensivas que fomenten empleo, educación, atención a la juventud, y a una sociedad muy vigilante ante las atribuciones y supuestas prerrogativas de los que detentan el poder.