Hay muy pocas cosas seguras en esta vida y ésta es una de ellas: que nunca nos libraremos de ilusiones, nunca. En tanto haya vida humana sobre la faz de la tierra, habrá lugar para la esperanza. La vida es imposible sin la ilusión. Lo que la hace soportable es una fuerte dosis de ficción; lo que la sostiene es la esperanza, por pequeña y frágil que sea. La vida sería sencillamente inconcebible si no creyésemos que mañana será un mejor día y que todo andará bien.

Cuesta mucho desengañarse. El desengaño supone un arduo ejercicio, una tarea fatigosa, pues toda nuestra existencia -como muestran los personajes atormentados de Kafka- es un continuo oscilar entre la esperanza y la desesperación. En lo más íntimo de nuestro ser siempre habrá resquicio para nuevas ilusiones y autoengaños. Nuestro espíritu nos miente, nos engaña, nos anima sin cesar a seguir creyendo, a emprender nuevas empresas de la fe. Por cada decepción, una nueva esperanza; por cada amarga experiencia, una nueva alegría. Los desengaños de cada día son rápidamente olvidados y reemplazados por otras mentiras y ficciones. Tal es el movimiento de nuestro espíritu.

Nunca perderemos por completo las ilusiones. Necesitamos de ellas como de aire puro para respirar, para sentirnos vivos. ¿Qué es sino esto lo que nos hace levantar de la cama cada mañana y creer que hoy será mejor que ayer? ¿Qué sino esto lo que nos hace seguir viviendo? A quienes nos preguntan sobre nuestros planes para el futuro deberíamos responderles con la frase de aquel personaje de novela: “Ya no tengo ilusiones. Las perdí en el curso de mis viajes”. Quizá sea esta la mejor respuesta, pero sabemos que no respondemos así porque nunca llegamos a desengañarnos del todo.

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Pelletier para Areíto

Una de esas ilusiones que aún nos hacen vivir y soñar es la de la verdad y la justicia.  Las buscamos siempre, sin descanso y a toda costa; las perseguimos con afán y desespero, aun a riesgo de no hallarlas jamás. Recuerdo a la Katerina Ivánovna de Dostoyevski. Ofendida y humillada, viviendo en la más espantosa miseria y a punto de ser desalojada de su hogar con sus pequeños el mismo día del entierro de su marido, grita desesperada: “¿Es que ya no hay justicia en el mundo? ¿No hay justicia? ¡La verdad y la justicia existen en la tierra! ¡Existen!”. Su grito nos estremece en lo más profundo.

Cuando uno contempla el panorama de este inicio de siglo no puede impedirse una sensación de repulsa. Crímenes aún impunes, páginas en blanco que escamotean y encubren la verdad, déspotas condecorados, asesinos recompensados, sátrapas convertidos en senadores vitalicios, tiranías legitimadas por el “juicio histórico” (que no es sino el disfraz de una cínica moral de “los resultados”), tránsfugas de toda laya, medrosos neoliberales, ex marxistas claudicantes y vendidos al sistema… Todo vestigio de honradez y decoro queda borrado en los predios del pragmatismo amoral. Para legitimar cualquier conducta indecorosa, cualquier renuncia a principios y escrúpulos, se echa mano de este lugar común que nada dice y todo lo parece legitimar: “Es que los tiempos han cambiado”. Ante nuestro estupor o nuestra apatía ha desfilado una galería de figuras infames amparadas bajo el manto de la impunidad: Pol Pot, Pinochet, Hussein, Milosevič, Suharto, Idi Amin, Duvalier…

En los primeros días de la Revolución de Terciopelo de noviembre de 1989, que viví intensamente, en la antigua Checoslovaquia se puso de moda una frase de Václav Havel: “La verdad y el amor triunfan siempre sobre la mentira y el odio”. Aparecía en todas partes, en los muros y las paredes, en los cruzacalles y los bajantes de los edificios, en las pancartas de los manifestantes, en los escaparates de las tiendas y los cafés de Praga. Los estudiantes la repetían a cada momento, entusiastas y convencidos de su inamovible certeza, como si se tratara de un artículo de fe.

Fue una frase exitosa. Tras su obvia trivialidad, me sorprende su asombrosa ingenuidad. No creo que se trate de un pensamiento original. Es probable que alguien la dijera antes de Havel, parece tomada prestada de Gandhi, hasta podría rastrearse en las obras de los antiguos, en Sócrates o San Agustín. Pero acuñada por un símbolo de la resistencia intelectual y moral contra el totalitarismo como lo fue Havel, adquiría una dimensión insospechada. Pronunciada en aquellos agitados días, se imponía con la fuerza  de una evidencia.  Por una vez, por una bendita vez, el espíritu parecía triunfar sobre la razón totalitaria y la memoria sobre el olvido.

No sé si esa frase es cierta, pero dudo que la historia humana la pueda confirmar. Pienso que tiene más de expresión de un deseo profundo y sublime que de realidad efectiva. Sospecho que lo cierto es exactamente lo contrario: que la mentira y el odio han triunfado siempre sobre la verdad y el amor. El deplorable espectáculo de este mundo en crisis me lleva a esa sospecha. Lo mejor de la frase reside en su tremenda fuerza deseante: es un wishful thinking.

La experiencia de la vida y los años tornan a uno escéptico. Se aprende a desconfiar. Desconfío de las iniciativas y empresas del ser humano, pues bien sé adónde llevan (a veces, como ahora, tan sólo a un simulacro de justicia y progreso). Y aun así, me es imposible renunciar a aspirar a un mundo mejor y más justo. Tal vez esta aspiración mía y de otros sea ingenua, tal vez todo esfuerzo esté de antemano condenado al fracaso, pues uno siempre busca lo que sabe que existe y puede hallar, pero ¿cómo buscar lo que ni siquiera sabemos si existe?

Para mí, sin embargo, se trata de una cuestión de apuesta, de una apuesta esencial. Apostar por la búsqueda de la justicia y la verdad (la más humana, la más noble, la más ardua de todas) sigue siendo hoy tan apremiante como lo fue ayer. Es la apuesta por la búsqueda de lo incierto, de lo desconocido, acaso de lo imposible, de lo que tal vez no exista ni existirá nunca, pero de lo que tenemos necesidad imperiosa de que exista; búsqueda, en fin, afanosa y desesperada, que nace de lo más hondo del alma, de la sangre y del espíritu, de la sustancia misma de que estamos hechos.