Buenas noches, mi querido Ernesto. Ha pasado mucho tiempo y ahora, apenas pienso en tu persona, me asaltan los recuerdos y un sinfín de sencillas preguntas se agolpan en mí labrando camino propio. He de decir en mi defensa que no soy yo quien las convoca. Es más, te aseguro que las encuentro, en su inmensa mayoría, inoportunas y abiertamente imprudentes en su proceder. El caso es que a estas alturas de mi vida llegan tarde y a destiempo en medio de los más diversos escenarios. Y es que haga lo que haga, amor, tu imperturbable presencia me acompaña allá dónde voy. Hay veces que logro divisarte sin preámbulo alguno en medio de una calle y doy fe de que no hay señal ni conjetura posible que me permita anticiparte. Ocurren tales casos justo a esa hora incierta en la que los rostros se mezclan unos con otros hasta diluirse en una extraña figura llena de bocas y de ojos de mirada periférica, de cabezas que albergan pensamientos difusos que tratan de trabar confianzas. Precisamente a la misma hora en la que los cuerpos parecen fundirse y perder mismidades, tú cobras vida a través de todos ellos. Es como si tu pierna izquierda y aquel espasmo tan pintoresco que acompañaba tus pasos tomaran parte de modo absolutamente natural  de la persona que, indiferente a todo, camina a mi lado. Te lo digo como lo siento, querido mío, es casi como si su compañera -la derecha- se insertara confianzuda y asistiéndole derecho en la cadera de ese caballero que, de vuelta a casa tras una jornada de trabajo no exenta de problemas, avanza anhelante entre la muchedumbre. Contemplo del mismo modo tus manos, cualquiera de ellas indistinta, en aquellas otras que alegres se alzan saludando aquí y allá a los paseantes. Observo tu nariz con cierta sorna, ya me conoces. Te lo he de decir, Ernest, y sabes que no me gusta mentirte, puedo vislumbrar tu infatigable nariz siempre presta a olisquear como cachorro perdido cualquier rincón de mi cuerpo. La veo ahora ensimismarse con deleite en mi perfume, usurpando -sin permiso para hacerlo- el olfato de personas que nos son ajenas y sabes de sobra que eso no está nada bien. Sí, sí, lo sabes. Sé que lo sabes. No te hagas el despistado. Te conozco, patosillo mío, y sé muy bien cómo te ufanas, a la chita callando, de seguir tan presente en mí como el primer día, ¿te acuerdas? ¿Recuerdas aún aquel momento en el que la fortuna propició nuestro encuentro? Sé que sí… y sin embargo cuantos años ha de aquello.

Debo sincerarme hoy, querido, confesarte que, hace ya de ello unos cuantos meses, me atreví a desafiar tu confianza y mi memoria. Rompí al fin una promesa nunca expresada y saqué decidida, del doble fondo de un cajón, papel de la mejor calidad oculto como al descuido entre unas cuantas bagatelas que guardaba su interior. Es esa clase de papel grueso, cremoso de color y suave al tacto que yo he adorado desde siempre. Lo guardaba hacía varios años en el tocador, había en él una pequeña trampilla que jamás llegué a mostrarte.  Sabes de qué mueble te hablo, ¿verdad? Nunca te gustó. De forma vaga intuías que encerraba algún secreto inconfesable. Ignoro porqué pero sentí que debía ocultarte todo aquello. Todo aquel material largo tiempo acumulado, mis hermosas libretas de anillas plagadas de apuntes rápidos, trazados a vuela pluma, como si vaticinaran que en un futuro distante pudiera existir quizás un mañana posible. Yo necesitaba escribir. Lo supiste casi desde aquel día primero, aunque te gustara simular ignorancia al respecto. Pasaste la vida fingiendo con descaro distante y altanero que no te dabas cuenta de mi afán por hacerlo, por llenar de historias aquellas hojas que lánguidas yacían abandonadas a su suerte por cualquier rincón de la casa. Siempre fuiste egoísta y descuidado con tus cosas, querido. Eras muy consciente de qué podía hacer cuanto yo me propusiera. Es más, sé que no albergaste jamás ninguna duda de que podría hacerlo y mil veces mejor que tú, pero no me animaste. No lo hiciste… Bueno, al fin y al cabo tú sencillamente no eras de esos, pero ¿por qué razón habrías de serlo? Hoy sin embargo te digo, sin alarde ni complacencia ninguna, que siempre fue así. Cada uno es quien es, mi amor, y a mí me tocaron en el reparto los mejores dones. Y lo siento. Tú bien sabes que lo siento profundamente, pero también sabes, cariño, que yo fui en todo momento la mejor pieza del tándem. Tal vez por hembra siempre atenta o quizás por vocación, aunque ésta la fui castrando de a poquito para que tu estrella pudiera brillar más rutilante. Nunca te eché en cuenta que me permitieras hacerlo. No te preocupes, hoy tampoco lo hago. Al fin y al cabo no preciso medallas ni soy diferente a tantas otras mujeres; así pues, ¿por qué razón habría de penar por cosas a las que yo misma presté aliento? Y tú, querido, aquel aliento mío -no me lo puedes negar- lo necesitabas a raudales.

Y es que tú, Ernesto, eras un todo hacia afuera, hijo mío, pero de puertas adentro, para qué mentirnos, no eras gran cosa. Dicho esto, por supuesto desde el respeto y desde esa misma devoción que a mí se me escapaba contigo por las costuras, que eras mi ojito derecho -tú lo sabes-  y es que una cosa no quita la otra. Que quieras o no quieras, una es el amor que te tuve siempre y otra muy distinta que yo fuera ciega. Puede que así lo pareciera a ojos distantes, pero a ti no se te escapaba una a ese respecto y bien sabes de qué hablo. Que cortar, lo que se dice de verdad cortar, cariño mío, y vamos a llamar a las cosas por su nombre, tú lo hacías con cuchillo romo para que no se te escapara la sangre al primer pinchazo, pues eras más bien de proceder flojo, torpe y bastante desmañado para todo. Tu oficio y tu ley fue escribir, pero ahí estaba yo, que valía igual para romper y rasgar que para hacer un remiendo y hasta para cubrirte bajo la falda cuando te arrugabas ante la vida. Y lo hice cada día de tu existir y del mío… y bien lo sabes tú  que lo hice con prudencia y con cautela pues eras dado a malhumorarte en cuanto te sabías amañado por debajo aunque pidieras a gritos, siempre por lo bajini, una mano que enderezara tu escasa voluntad.

Y así se nos fue escapando paso a paso la existencia, el uno para el otro, sin hijos que parir por más que tú pusieras aquel empeño loco en los asuntos de cama y yo estuviera siempre presta e invocando en plegaria  engendrar un hijo que no nos acabó de llegar. ¡Ay mi, Ernesto! Mira que le echamos tú y yo horas y ganas al fornicio. Fue, y no me voy a poner ahora mojigata y melindrosa cuando he andado siempre a calzón quitao, en parte porque el deseo nos consumía la carne, pero en buena parte -a cada uno lo suyo- por esos hijos que soñamos juntos durante tantos años. No pudo ser, pero mira, ahí sí que te tengo que reconocer el empeño. Sería ingrata si pasara por alto tu ingenio y esas dotes enormes para mantener en pie y bien arriba la plaza. La sonrisa no me brillaba a mí en la cara por cualquier cosilla vana.

Querido, no hay mucho que reprochar. Tal vez nada. Me esforcé hasta el delirio por no cambiar ni un ápice del ser que fuiste, tan solo unas leves pinceladas que igualaran tonos. Me costó y no voy a negártelo, en muchas ocasiones, ser fiel a mi terca convicción de que así es como debían ser las cosas. He pensado desde antiguo que las personas no deberíamos enamorarnos para hacer del otro un igual y yo jamás lo pretendí. Creo que no te costará nada convenir conmigo en que así fue efectivamente, aunque es cierto que a veces hube de apretar y con fuerza los dientes para no perder la paciencia contigo. Puede que nunca fueras el mejor y sin embargo me gustabas desgarbado, tan sin gracia y parco en tus afectos. Acabé por acostumbrarme a tu escasa atención a aquel que te rodeaba y a todo cuanto escapara a tu propia persona. Mi pobre Ernesto siempre ajeno al detalle delicado, a la caricia furtiva que se escapa con ternura de las manos, tan poco atento y tan centrado siempre en tus mil manías. No cariño, reconócelo conmigo, puede que libraras las mejores batallas en la cama, pero en cuanto asumías la verticalidad con marcial rigidez te invadía una actitud descastada y siempre escasa en sutilezas. Para ti no se inventaron las palabras dulces. Allá donde yo era miel tu esparto, donde yo calor tú pardo color que compone el gesto adusto y falto de donosura. ¡Ay, pero qué sieso y qué pavo eras hijo mío! Lo que me costaba hacer que te partieras de risa y perdieras el tino. Y lo que es yo venga provocarte y tú siempre contenido, como si tu sangre no tuviera el impulso suficiente salvo para lo que tú sabes, que parece que la concentrabas toda en el mismo lugar.

Pero ahí nos tienes a los dos. Yo a tu lado y tú al mío tantos años. Tan tonta por ti y por unos huesos, los tuyos, que a decir verdad, Ernest, no valían ni para sopicaldo. Yo, eternamente atenta a tu menor deseo, tan volcada en cuidar de tu persona, de planchar y tener siempre a punto tu camisa preferida, de endulzarte el paladar con el dulce más apetecible mientras moría de ganas por dentro de tener mi espacio y escribir -como tú hacías- una buena historia. Esas ganas que no acababan nunca por vaciarme entera de todo aquel bulle bulle que desde niña me había corrido por dentro. Y te repito, querido, no me quejo ni podría hacerlo. Todo cuanto hice por ti fue con gusto y por pura voluntad; convencida -aun sin saber la razón ni el modo- de que fui feliz en el decidido intento por vivir la vida juntos, en ese empeñarnos, mano con mano, porque tu obra saliera adelante y en lograrlo para común orgullo. Y hoy, mi amor, debo confesarte sin pesar que el triunfo esta vez ha caído de mi lado. Escribí una novela, la primera, “Il mio caro sposo”, que esta mañana ha de sentirse orgullosa. Me otorgaron un premio, Ernesto, uno importante y sé que, por breves instantes -estés dónde estés- hoy al fin vas a perder toda compostura para gritar mi nombre. Tuya siempre, querido.