Escribir de este músico genial requería un recorrido panorámico por el intrincado mundo de los “ismos” en que nos ha tocado, en buena o en mala suerte, vivir. Ante tal catástrofe (para mí, claro está), me detuve a pasar inventario. Constaté que había perdido el derecho de andarme por el proceso evolutivo de la música contemporánea; pero me quedaba algo apasionante en sí mismo: un inventor de música; esto es, un individuo extraordinariamente dotado, un genio cuya imaginación ve sonidos y los realiza, construye edificios sonoros trepidantes de fuerza telúrica.
Igor Fedorovitch Stravinski es una excelente ilustración de una personalidad musical -que según confesión propia ante estudiantes universitarios en Harvard- había sido marcada de un signo distintivo y servido de reactivo desde los comienzos de su carrera. ¿Por qué? Hay el Stravinski de los escándalos y el Stravinski que ya no causa estupefacción ni provoca gritos porque nuestros oídos han aprendido a escuchar lo nuevo; se distingue al joven apasionado de los metales y al maduro de las cuerdas; al revolucionario y al neo-clásico. Considera Stravinski, sin embargo, que ninguna razón asiste a los que les han tomado por un revolucionario. ¿Lo fue realmente? Si basta romper un hábito o costumbre para merecer dicho calificativo, Stravinski fue revolucionario, como lo es todo músico auténtico que se aparta de la convención establecida, lo que equivale a decir, todo músico “original”. La revolución implica ruptura de equilibrio, desorden, destrucción, caos; el arte, constructor por esencia, no puede ser revolucionario; son los hombres los que acurrucaditos en las telarañas de los convencionalismos, se asustan cuando los colocan, sin previo aviso, en el frescor del aire libre. Por otra parte, se da lo revolucionario donde hay desorden, y bien sabemos que componer significa poner en orden, ordenar conforme a ciertas reglas, que pueden ser las tradicionales o innovadoras, pero de todos modos reglas, métodos, o sea, disciplina. La disciplina siempre estuvo montando guardia en el estudio de Stravinski. Y ahora en su labor pedagógica constituye su grito de batalla: disciplina, orden y disciplina. A Stravinski le gusta vencer resistencia; cada obstáculo que le suprimieran de su camino, le arrebataría una fuerza y la satisfacción del autodominio. Obedeciendo a su innata necesidad de compositor, busca, husmea, trabaja incansablemente. El artista- que para Stravinski no es el intelectual que piensa sino el que opera, el “homo faber”, el artesano en la plena significación medieval- preludia como el animal escudriña; ambos ceden a la urgencia de buscar presintiendo el placer del hallazgo. Nosotros- declara- investigamos en espera de nuestro placer, guiados por nuestro olfato; súbitamente tropezamos con un obstáculo desconocido, y entonces experimentamos una sacudida, un choque y es este choque el que fecundiza nuestro poder creador.
De ahí que Stravinski, en el proceso de la creación artística, trabaje como un ingeniero al construir sus puentes. El hecho de escribir su composición, de poner mano a la obra, se halla en él íntimamente ligado al goce de la creación; en este artista-artesano, inventor de música, se presentan en el mismo plano, ajenos a toda jerarquía, el esfuerzo espiritual, el esfuerzo psicológico y el esfuerzo físico. A la voz que le ordena crear, responde casi con terror, cuando en el momento de sentarse a trabajar, y ante el infinito de las posibilidades que se le ofrecen, siente la sensación de que todo le está permitido. Si todo le está permitido al compositor-advierte-lo mejor y lo peor, si nada le opone resistencia, resulta inconcebible todo esfuerzo; no se puede edificar sobre nada y toda empresa- en tales condiciones- es inútil.
Lo salva de la angustia en que lo hunde una libertad incondicionada, la facultad de tomar como armas las cosas concretas que participan de la creación artística y que a la vez le son exteriores (las siete notas de la escala y sus intervalos cromáticos, el tiempo fuerte y el tiempo débil, etc.), cuya riqueza de combinaciones no podrá agotar toda la actividad del genio humano.
En la concepción estética stravinskiana, el arte es tanto más libre cuanto más controlado, limitado y elaborado esté. Aquí recuerda a Valéry, o si se prefiere, a la tradición francesa del equilibrio y del buen gusto que remonta a los preceptos rigurosos de Boileau y a través de él a Horacio y Aristóteles. Equilibrio, término esencialmente arquitectónico, sin el cual no hay armonía posible, que exige control de la fantasía y dosificación de fuerzas. Si la tendencia propia de Stravinski lo incita a buscar la sensación en su frescura, desechando lo ya hecho, lo inauténtico, no se siente por ello menos convencido de que a variar sin descanso la búsqueda, se perdería en una curiosidad inútil, puesto que una curiosidad que todo atrae acaba traicionando a la apetencia de quietud en lo múltiple, a la unidad generada por una armonía de variedades, diametralmente opuesta a la monotonía que surge de la falta de variedad.
Y es este esteta de la medida de lo múltiple esencial al arte, cultivador de la música como aquello que unifica y del orden, insensible al prestigio de la revolución y enemigo de producir sensación a cualquier precio, aunque eficiente de la novedad, el que se ha visto motejado de anárquico por algunos sordo ciegos para la esencia de su música, y de revolucionario por los más. Aquel revolucionismo de su primer período se reduce a la innovación del genio, cuyo temperamento violentamente apasionado hincha de ritmos sus composiciones y de coloridos tonales en que cada instrumento semeja un hermoso retoño de acidez metálica en el sólido tronco del rigor estructural.
El ritmo expresa el espíritu de la época; los años anteriores a la guerra mundial y los posteriores impusieron su expresión en la polirritmia; en este sentido Stravinski fue un “reactivo”. Su pasión sensual del ritmo agota todos los recursos, desde el desencadenamiento de los timbales (Consagración de la Primavera) y los tiempos entrecortados de los rag-times (que descubre en 1918) hasta la métrica atemperada de sus obras “clásicas”. La pulsación regular del metro marcado por los instrumentos de percusión- latidos isócronos- ponen en relieve la presencia de su rica invención rítmica. Usa el piano como instrumento no-vibratorio, como medio rítmico, que en “Las Bodas” va golpeando el compás con precisión exasperante. Escribió la partitura de las “Las Bodas” en 1917 para canto y piano, especie de cantata en que un coro mixto canta sin interrupción mientras 4 pianos y 13 instrumentos de batería ejecutan la percusión. Sólo en 1923 logra la forma instrumental conveniente a la idea primitiva de materia “soplada” y materia “golpeada”. De esta inspiración etnográfica podemos escuchar de su pasión rítmica cómo la obra da la impresión de un todo armónico, redondeada dentro de límites fijos, concisos y densos al igual que una sólida construcción arquitectónica.
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