Néstor Pedro Sagüés, analizando la evolución de la jurisprudencia constitucional de la Suprema Corte argentina, detectó el uso por esta de una variedad de criterios interpretativos que hacia prácticamente imposible pronosticar cual será el resultado de determinado caso en dicha jurisdicción, propensa a utilizarlos indistintamente, en “alquimia interpretativa” que, para Roberto Gargarella, en realidad, constituye un verdadero “maltrato constitucional”, que conduce a un gobierno arbitrario de los jueces. A a la justicia, se le pide que se atenga a sus precedentes y a los criterios interpretativos en base a los cuales se han construido los mismos. Y no es que la justicia no pueda varias sus criterios. No. Lo que se pide es que, cuando lo varíe, justifique su cambio jurisprudencial.

La doctrina, al igual que la jurisprudencia, puede cambiar su criterio pero ello debe estar motivado en un cambio constitucional o legislativo o en un cambio de la doctrina jurisprudencial o de los precedentes constitucionales. Como afirmaba Julius Hermann Von Kirchmann, en celebre conferencia pronunciada en 1847, cuando ocupaba el cargo de procurador de Prusia: “Dos palabras rectificadoras del legislador –y añadiríamos hoy, del Tribunal Constitucional [EJP]- bastan para convertir bibliotecas enteras en basura”.

Esta posibilidad de evolución y cambio de la doctrina jurídico-constitucional no debe confundirse con el oportunismo ni debe conducir al estéril nihilismo jurídico a lo Duncan Kennedy, en donde toda doctrina, jurisprudencia o decisión jurídica es fruto de la política y no del razonamiento jurídico, este último siempre a expensas del comportamiento “estratégico” de los actores en el ordenamiento jurídico. Siempre hay la posibilidad de evaluar cuando un cambio jurisprudencial o doctrinario esta jurídicamente justificado. Como afirma Alejandro Pérez Hualde, “no hay, verdaderamente, ‘dos bibliotecas’. Hay una sola; en ella está la Constitución. […] Y la otra biblioteca, de existir, es la propia de los argumentos amañados, retorcidos, basados en sofismas, generalmente de fácil comprobación de su falsedad; que sirve de refugio a propuestas que eluden el compromiso constitucional; que atentan contra la Constitución, sobre todo que pone en evidencia que su único sentido es el de romper, a través de su relativización y de transformarlos en ‘discutibles’, los cauces y los límites que el ordenamiento jurídico impone al ejercicio de las competencias que él mismo habilita, para posibilitar el control del poder que es un requerimiento imprescindible en un orden democrático”.

El problema se agrava en contextos donde el conocimiento del Derecho Constitucional es precario, aunque la gran mayoría de los abogados –aun sin tener una obra doctrinaria acabada, validos estudios en la materia y docencia acreditada- se consideren “expertos” en Derecho Constitucional. En esos casos, como bien establece Luiz Lenio Streck, “si el intérprete posee una baja precomprensión, es decir, si el intérprete sabe poco o casi nada sobre la Constitución y por lo tanto, sobre la importancia de la jurisdicción constitucional, la teoría del Estado, la función del Derecho, etc.- estará condenado a la pobreza de razonamiento, quedando restringido al manejo de los viejos métodos de interpretación y del cotejo de textos jurídicos en el plano de la mera infraconstitucionalidad; por ello, no es raro que juristas y tribunales continúan interpretando la Constitución de acuerdo con los Códigos y no los Códigos de conformidad con la Constitución”.

Cuando no se sabe nada de Derecho Constitucional pero todo el mundo –incluso el más incompetente de los mortales- se autoproclama pomposamente experto constitucional, reina entonces la confusión. Y es que, en palabras de Gustavo Zagrebelsky, “los juristas saben bien que la raíz de sus certezas y creencias comunes, como la de sus dudas y polémicas, está en otro sitio (…) Lo que cuenta en última instancia, y de lo que todo depende, es la idea del derecho, de la Constitución, del código, de la ley, de la sentencia. La idea es tan determinante que a veces, cuando está particularmente viva y es ampliamente aceptada, puede incluso prescindirse de la cosa misma, como sucede con la Constitución en Gran Bretaña (…) Y, al contrario, cuando la idea no existe o se disuelve en una variedad de perfiles que cada cual alimenta a su gusto, el derecho ‘positivo’ se pierde en una Babel de lenguas incomprensibles entre sí y confusas para el público profano”.

En esta insostenible situación de nuestro Derecho Constitucional, como ya he dicho antes, “los abogados podemos morir de inanición o de indigestión jurídica. Morimos de inanición cuando, tras salir graduados de licenciados en Derecho, nos conformamos con los conocimientos adquiridos en la Universidad y no nos preocupamos por actualizar los mismos a la luz de la evolución de la legislación, la jurisprudencia y la doctrina. Morimos de indigestión jurídica cuando, desordenadamente y sin tomar en cuenta las peculiaridades de nuestro ordenamiento jurídico, asumimos cuanta doctrina extranjera sea posible, al margen de la pertinencia de ello y de sus consecuencias para la práctica jurídica y en el plano político y social. Aunque parezca mentira, de estos dos tipos de abogados, es preferible el que muere de inanición, bien porque ya murió en el sentido profesional del término, lo que le evita mayores daños y perjuicios a sus clientes y a la sociedad, o bien porque perfectamente puede resucitar mediante la actualización de sus conocimientos en los cientos de diplomados y especializaciones disponibles en el mercado. El abogado más peligroso es, sin embargo, el que sufre de indigestión jurídica, no solo porque, como todo ignorante, es osado sino, sobre todo, porque está armado de todas las doctrinas erróneas, lo cual rodea de un aura de legitimidad sus alegatos y pretensiones, y lo hace más resistente, por sus infundados prejuicios dogmáticos, a cualquier intento de formación continua y de ‘resocialización’ en el Derecho justo y adecuado”.