Prólogo a la obra “Trementina, clerén y bongó” de Julio González Herrera, reeditada por el Instituto Superior de Formación Docente Salomé Ureña (ISFODOSU), Santo Domingo, 2018.
En el óleo Extracción de la piedra de la locura El Bosco visionario plasma una imagen que a primera vista aparenta una cierta comicidad escénica en la que tres personajes trazados sobre un paisaje medieval rodean a un hombre entregado a su merced y cuya cabeza está siendo martillada. El protagonista de tal acto tiene la portentosa apariencia del docto, del conocedor a quien se le ha confiado la compleja tarea de intervenir el depósito del pensamiento. Mas, sobre su propia cabeza yace la metáfora reveladora de la escena: el embudo invertido que burlonamente cuestiona la cordura de aquel que intenta curar al demente utilizando semejante absurda maniobra. ¿Quién es, pues, el verdadero loco? ¿El paciente o el médico? ¿Es el arquetipo quien define la (a)normalidad o es el (a)normal quien le desafía?
El inicio de la psiquiatría, una de las más jóvenes especialidades médicas, podría trasladarse a las remotísimas épocas del chamán, a las prácticas mágico-animistas y los sacerdotes tribales; a los manuales del Āyur Veda hindú y a la concepción de los humores hipocráticos; a la insania romana de Aulio Cornelio Celso y al suffocatio intellectus de Paracelso; y a la demonología del Malleus maleficarum, el Martillo de brujas que culpa a Satán de los males mentales e instruye sobre cómo curarles a través de la tortura, hasta arribar a la liberación de los enfermos encadenados gracias al renovador Philippe Pinel en 1793.
Durante este periplo la disciplina del alma enferma no solo ha insistido en reubicarle en los vericuetos del cerebro y en pretender dominar el desafío de la comprensión de la conducta humana, sino, sobre todo, se ha obsesionado en corregir sus variantes “patológicas” otrora a manos de electrochoques, y hoy entregada a la manipulación de los neurotransmisores cerebrales. Porque ciertamente, ha triunfado el Prozac incluso entre las huestes de los sanos, a juzgar por los millones de consumidores de dicho aparentemente mágico fármaco.
El manicomio, por su parte, espacio que a través de los tiempos ha acarreado consigo concepciones del antiguo islam, la Grecia clásica y la Europa renacentista, aparece como institución social y científicamente aceptada en las tempranas décadas decimonónicas, época en que a juicio de muchos, más que constituir una propuesta saludable representó un estilo de control sobre el enfermo. Un instrumento revelador del poder del ejercicio psiquiátrico que “normalizaba y gobernaba” la conducta de los ya no “locos” sino la de los enfermos mentales, tal como planteaba Foucault en su paradigmática obra Historia de la locura en la época clásica. Para el preclaro pensador francés, el loco y el manicomio no deberán ser vistos únicamente como sociopatías obstaculizadoras de la integración armoniosa del enfermo sino como construcciones que representan relaciones de poder; que justifican la existencia de espacios donde aplicarlas en búsqueda de la gestión de un régimen de verdad “normalizador” de cierta forma de salud mental conveniente al panóptico social del establishment.
La literatura, fiel espejo del acontecer y del pensar, ha abrazado la locura y el enajenado mental dentro de sus herramientas creativas ficcionales no solo a través de personajes de toda índole, sino incluso hasta como expresión del autor mismo. A partir de textos fundacionales como el Quijote y El licenciado Vidriera de Cervantes; como El túnel de Sábato o Los siete locos de Robert Arlt; Coronación de José Donoso, El pozo de Onetti, La nave de los locos de Cristina Peri-Rossi, y, por supuesto, como en los Quinientos locos de nuestro Antonio Zaglul, por solo mencionar algunos. Así, las letras nos han brindado un extenso arcoíris de múltiples aristas ilustrativas de la experiencia del manicomio que a través de las últimas décadas han conformado un robusto corpus merecedor de un concienzudo análisis que por supuesto no cabría en estas líneas.
El presente libro, junto al Over de Marrero Aristy, La Mañosa de Bosch, Cañas y bueyes de Moscoso Puello y Jengibre de Pedro Andrés Pérez Cabral, constituye un importante grupo de novelas del llamado realismo social dominicano que aparecieron en las primeras décadas del trujillato; publicada originalmente en 1943 y rápidamente agotada, Trementina, clerén y bongó ha sido reeditada solo en dos ocasiones: en 1974, a la sazón por la entonces Secretaría de Educación, y en 1985 gracias a la Editora Taller. La explicación de aquella aparente inicial popularidad en una época que contaba con relativamente pocos lectores y un mercado del libro limitado ya ha sido debatida; por un lado, justificada como reflejo del rechazo a su naturaleza propagandística a favor del régimen, y, por otra, como expresión de un genuino interés editorial. Tras su publicación en 1943 la prensa nacional y escritores como Freddy Prestol Castillo y Manuel A. Machado elogiaron la novela por su “original prosa y diáfano lenguaje” así como por proponer planteamientos de índole sociológica que a su juicio representaban diferenciaciones de la psicología dominicana y la haitiana (La Opinión, 10 de abril, 1943).
Trementina, clerén y bongó está narrada en 29 pasajes en los que se representa una obvia alegoría a las particularidades de la nación dominicana bajo el dominio del sátrapa: Un grupo de “locos” (los ciudadanos) confinados en una isla ficticia cercana a La Hispaniola (el país) son sometidos a brutales y deshumanizantes tratos por el personal médico y administrativo a su cargo (el Estado); haitianos y dominicanos verdaderamente enfermos junto a otros enviados allí por razones ajenas a su salud mental (los opositores y desafectos) comparten las desgracias de este repugnante lugar. Un día de visitas, Rodolfo (Trujillo), alter ego del autor y autoproclamado líder natural, declara una revolución que dará al traste con el estado de cosas. El nuevo Jefe, que a través de sus diálogos muestra su inconmensurable desprecio por lo haitiano, invierte las reglas del juego aplicando las mismas vejaciones que antes sufría y criticaba. A partir de aquí se desarrolla una entretenida trama donde prevalecerán una relación amorosa inesperada, la búsqueda de un tesoro perdido y sobre todo, el recurrente denuesto del Ser negro, haitiano, en este caso.
A nuestro juicio, aquellos pasajes donde se abordan las representaciones culturales de los ciudadanos haitianos residentes del manicomio y en los que se narran prácticas de vudú y sesiones de fermentación de clerén se revelan con una justa destreza literaria, sin embargo, aparecen armados de una enfermiza africanofobia que demoniza las conductas de nuestros vecinos en una suerte de cínica alegoría al parecer justificadora de los despreciables hechos acontecidos en la frontera durante aquel fatídico “corte” de 1937. En la continuación de estos comentarios abordaremos algunos de los aspectos más controversiales de una obra que planteó controversias que al parecer, continúan latentes en el acontecer nacional contemporáneo.