En término político, siempre se aprecia como algo saludable el hecho de que se mantenga una separación entre la religión y el Estado.

De manera muy clara la historia demuestra lo perjudicial que fueron esos momentos en los cuales la iglesia quiso dominar y controlar el papel que libérrimamente debían ejercer los gobernantes, quienes se debían sólo al pueblo que los escogió.

Sin embargo, la iglesia y el Estado bien pueden coincidir y aunar esfuerzos en lo que tiene que ver con ayudar a mejorar la condición de vida de los ciudadanos y de las comunidades.

Las entidades de fe, por naturaleza, realizan una labor muy positiva a favor de los más necesitados, de la familia, de la juventud y de la niñez.

Pero es algo que se hace con muchas precariedades y limitaciones porque para sobrevivir, precisamente, dependen de esas mismas comunidades carentes de todo.

Las iglesias sobreviven por obra y gracia de Dios.

Lo más conveniente y aconsejable sería que los gobiernos les extiendan la mano a los fines de potencializar más ese buen trabajo que ya realizan y utilizarlas como canal para llegar a los necesitados.

Las congregaciones viven resolviéndoles situaciones a las gentes sin prácticamente poder. Es algo desafiante y difícil.

En este sentido, Estados Unidos es un gran modelo.

El gobierno norteamericano cuenta con bancos de alimentos que abastecen a las congregaciones para que hagan la distribución de los mismos entre los indigentes y carenciados.

Esta gran misión puede hacerse sin que medie ningún otro interés más que el de ayudar a dignificar la condición de vida de las gentes.

Sabemos que es una idea un tanto difícil de ser implementada por la razón de que los políticos relacionan mucho su “labor social” con el voto.