En el vocabulario cotidiano se usa el término “ídolos de barro” para referirse a figuras convertidas en celebridades o modelos de admiración y que sucumben súbitamente como consecuencia de alguna acción reñida con las normas jurídicas, morales o culturales de su sociedad.
El deporte y el arte popular acumulan una historia rica en casos de este tipo, así como la política y la religión. El patrón del proceso de estas figuras es más o menos el siguiente: Salen del anonimato de un modo repentino gracias a la obtención de un logro poco común, ya sea la victoria en un concurso, una hazaña deportiva, la producción de un libro o la interpretación de una canción popular. Como en la película de Woody Allen, A Roma con amor, el personaje anónimo es seguido, aclamado y endiosado. Su vida -hasta entonces carente de interés para la mayoría de las personas- alcanza una dimensión hollywoodense. Sus acciones más triviales alcanzan notoriedad y sus elecciones más íntimas son objeto de escrutinio por unos medios de comunicación obsesionados por el espectáculo.
Pero de la manera súbita como se alcanzó la notoriedad, se produce la caída. La salida a la luz pública de un comportamiento socialmente reprobable: Consumo o tráfico de drogas, una conducta sexual desviada de la media, evasión fiscal, asesinato o lo que es peor, la sospecha de que se ha incurrido en alguno de estos actos basta para derretir al ídolo, sea en una ciudad de Sudáfrica o en Santo Domingo.
Lo más notable de este patrón es que los ídolos de barro no están preparados para asumir la responsabilidad que implica convertirse en una celebridad. Por variables educativas, culturales o temperamentales son mentalmente adolescentes, aspiran a disfrutar de los beneficios de la fama, pero sin los sacrificios y compromisos que ella implica.
En otros casos, los ídolos de barro son falsos héroes cuyos logros son bastante cuestionables desde el punto de vista de los criterios de excelencia que existen en todas las actividades humanas. Por tanto, la naturaleza de sus éxitos tiende a ser efímera.
Todas las sociedades poseen sus héroes y modelos de conducta. Éstos se van conformando a partir de los contextos sociales y culturales, así como de las experiencias históricas, pero también, a partir de una realidad construida desde los medios de comunicación. Éstos no son neutrales en las elecciones de las figuras que desean destacar. Deciden qué importancia otorgar a una persona o a una noticia y con ello contribuyen a la jerarquización de valores que una comunidad va construyendo en su devenir histórico.
Cuando los medios de comunicación destacan el ascenso, los trajines y las chácharas de un ídolo de barro más que las acciones y discursos de los héroes auténticos en la ciencia, la filosofía, el arte, la política o el deporte se entregan a lo que el filósofo alemán Martin Heidegger (1899-1976) denominó “las habladurías” y “la avidez de novedad”.
Estos medios son éticamente responsables del proceso de destrucción que caracteriza a estos ídolos. Un proceso que termina destruyendo psicológica -y a veces físicamente- a su principal protagonista, el ídolo mismo, con lo que genera en muchos casos una crisis espiritual colectiva ante la desilusión producida por el resquebrajamiento de un modelo para millones de personas.
Los medios no sólo dan testimonio de la realidad, contribuyen a conformarla. Los falsos ídolos no sólo son de barro por su carencia de autosustentación, sino también porque los medios colocan sobre ellos una aureola que no les pertenece.