En el siglo XXI, el tema de la dominicanidad sigue siendo tan actual como lo fue a finales del siglo XIX. También los pueblos, como los individuos, se preguntan constantemente sobre sí mismo en procura de una percepción de sí que dialogue con lo extraño, con el otro. Es evidente que las problemáticas que obligan a la interpretación de sí y la misma realidad desde la cual uno se pregunta por su identidad han cambiado, pero la pregunta por lo dominicano es una constante, aunque los sujetos y sus contextos se hayan modificado.

La identidad individual o colectiva no es un acumulado de representaciones que se adhieren a un modelo construido previamente, es más una configuración de sí narrada. Me explico: en la medida en que existimos y nos narramos, esto es verse a sí mismo desde el marco de la temporalidad en la unidad de “toda una vida”, nos comprendemos mejor. En este caso, narrarse más es comprenderse mejor, parafraseando a Paul Ricoeur.

Ahora bien, estas narrativas en tanto que maneras de “decir-se” y de interpretación de sí, están diseminadas aquí o allí en textos y contextos que reflejan el espíritu subjetivo del individuo y de la colectividad. Las ideas que tenemos de nosotros mismos son sistematizadas y comunicadas por la razón humana a partir de lo vivido, de la manera de proceder de la colectividad frente a los avatares de los acontecimientos que le han ido forjando. Así lo subjetivo se ancla y se vehicula en la pretendida objetividad de la “descripción-narración histórica”, en la historiografía individual y colectiva. En consecuencia, estas últimas se toman como concretización y expresión de lo primero. El búho de Minerva alza vuelo al atardecer.

Nuestra “historia”, no solo como conjunto de acontecimientos del pasado y reconstruidos imaginativamente a partir de documentos archivados sino como tradición oral culturalmente desplegada, es la muestra más fehaciente de lo que hemos sido. Buscando nuestra identidad cultural hemos contado con la “Historia” como el principio de construcción fenoménico del espíritu subjetivo de la dominicanidad. De este modo, la descripción fenomenológica de lo dominicano (F. Ferran) se sostiene en autores, textos, contextos y acontecimientos históricos que avalan la interpretación de la identidad en la manera en que se ha construido y constituido a sí-misma nuestra colectividad y, ante todo, en la manera en que se ha “interpretado” a través de la narratividad de la historiografía y de las percepciones sobre sí realizadas por el cuerpo intelectual o los grupos de interés para la sociedad.

Todas estas formas de búsqueda de nuestra identidad se apegan al pasado, reconstruyen lo que hemos sido a partir del dato histórico, de la cultura étnicamente construida o de las expresiones folclóricas del ser colectivo, olvidando el proyecto-futuro, lo utópico, como parte integradora de la identidad.

En ese juego de lenguaje, la interpretación en torno a la dominicanidad parte de unos presupuestos epistemológicos que no siempre se exponen, pero que dejan en claro “una interpretación” a posteriori de lo vivido, de lo ya-sido en el fragor de las circunstancias o bien una proyección hacia el pasado, de ahí lo paradójico, de lo no-sido cuando la identidad individual y colectiva, aunque se deba mirar en el espejo de la ideología fundacional, se nutre de  la promesa de la utopía como formas colectivas e individuales de expresión narrativa de lo que seremos y de crítica social al status quo.

El problema que trae este tipo de “interpretación” en torno a la identidad es su propia génesis: parte de un modelo sobre el cual se edifica un marco teórico en donde la realidad se construye como “objetiva”, olvidando que la propia realidad es construcción mental intersubjetiva. En otras palabras, la interpretación de sí-mismo enarbolada por el cuerpo intelectual es un constructo mental que parte de unos supuestos, de un modelo teórico previo y contiene, como evidencia, unos hechos que la justifican con pretensión de objetividad.

Digámoslo claro: la interpretación de la identidad que construye el cuerpo intelectual no solo es de poco alcance utópico, sino que se aleja de las vivencias efectivas de la población en donde el interés político aglutina fervorosamente las emociones colectivas frente al otro, al extraño.