I.
Los usos y costumbres demandan que tengamos propósitos de año nuevo, que nos fijemos metas y enfoquemos nuestras fuerzas en su consecución en el año que recién inicia. Se supone, nos dicen, que lograrlas te hará sentir mejor y que ese sentimiento se asemeja a lo que por momentos se ha llamado felicidad. Entonces, si quieres ser feliz debes plantearte metas y lograrlas. Pero ¿qué pasa si no las cumples? ¿Eres un infeliz?
El discurso sobre la felicidad y las metas de fin de año requiere también un discurso sobre el fracaso y el valor de las experiencias “amargas” o la sensación de fracaso como experiencia educativa. Incluso, muchos hablan de las crisis y las experiencias negativas como salvación, dejando en el olvido el agnosticismo esporádico y pseudointelectual del que hacen gala en ciertos contextos recurren a un lenguaje religioso para darle un aura de misticismo a lo que no lo tiene.
El dolor es un pésimo pedagogo. La felicidad, por su parte, tampoco enseña nada.
II.
Las ideas religiosas y fantasmagóricas, así como los rituales que le acompañan, adquieren cada día más incidencias en la vida de las personas. La ausencia de convicciones sociales fuertes, lo que los deconstructivistas postmodernos han llamado crisis de los metarrelatos, ha hecho emergen una adherencia a posturas radicales que desvanece la capacidad del individuo para alcanzar su mayoría de edad; esto es, pensar por sí mismo. Enmanuel Kant lo declaró en su breve opúsculo ¿Qué es la Ilustración? Es tan cómodo no pensar por sí mismo.
Da una sensación de claridad engancharse sin más a una idea o a una convicción con cierto impacto social. La sensación de pertenecer a un grupo con la misma postura y en polaridad permanente a otras ideas, brinda una meta que se imagina como dadora de sentido.
III.
Ningún comportamiento de masa surge de la nada, sino que tiene sus antecedentes identificables. Las violaciones a las disposiciones de las autoridades sobre el toque de queda y el distanciamiento social se insertan en una cultura de vivencia de la ley y en un agotamiento psicológico al confinamiento. Lo último no excusa el desenfreno y el desorden de algunos individuos que se han extralimitado en colocarse en situaciones de riesgo para su salud y los demás. La clandestinidad es un escape para quien se siente aprisionado y decide colocar en primer lugar su satisfacción al seguimiento de una norma colectiva. Individualismo y colectividad son fuerzas contradictorias y estamos en una época de exacerbación de lo individual.
Frente a la ley seca se multiplicaron los consumidores; ¿por qué no ha de suceder lo mismo en el caso del toque de queda? Hay un margen a la ilegalidad que permite que las normas fluyan en la colectividad, al final son más los que acatan que los que desobedecen. Solo unos pocos no necesitan de las normas ni de la ley para actuar con prudencia.
IV.
Soy de la convicción de que el liderazgo comunitario hubiese marcado la diferencia en esta pandemia. Ha sido, por mucho, el gran ausente cuando se trata de crear políticas públicas para el seguimiento de las disposiciones sanitarias. Los Estados modernos han optado por la represión y no por el convencimiento para que la ciudadanía dé estricto seguimiento a las pautas sanitarias frente a la pandemia.
Como dicen que vendrán otras pandemias, espero que estemos mejor preparados como ciudadanos, como nación y como mundo.
V.
Los sistemas educativos se han centrado en la reflexión sobre el qué, el cómo y el por qué se enseña. Es hora de darle importancia al dónde se aprende, al cuándo y al cuánto se aprende en otros espacios que no sea el confinamiento en un aula de clases. Ya está muy claro que la reclusión en un aula no es garantía de aprendizaje y que es posible aprender bien y eficientemente desde la distancia, tomando en cuenta ciertos niveles de madurez cognitiva y psicológica del estudiantado.
VI.
Es posible que el día después de la pandemia, seamos otros y mejores. Tal vez sí, tal vez no. ¿Qué estamos haciendo para lograrlo? Nada nuevo surgirá si no lo construimos, así que empecemos a forjarlo desde ya.