Tan pronto aclara me tiro de la cama y bajo las escaleras a zancadas. No la he escuchado quejarse, así que temo lo peor. En medio de un soberano desastre, trata de pararse, y lo logra, para venir donde mi. Esa imagen, verla tan disminuida, tan débil, me da duro y me derrumbo, apoyado a la pared. Sollozando, repaso mi noche, mi terrible noche, y me hago consciente de haber decidido lo correcto. Lola, con su triste paso, se acoda en mis piernas, como para consolarme. Ella me consuela a mí, no puedo creerlo.
Debo actuar, reponerme. Primero la baño y le quito toda su inmundicia, no debe llegar en tal estado donde va. Luego, lavo concienzudamente el patio y su casita. Subo a bañarme y a ponerme ropa adecuada y la encuentro ya sin ánimo, ya sin fuerzas.
El resto es mero trámite, harto común, acostumbrados a las cientos de veces que han hecho lo mismo. Pero esta es Lola y es la que me importa y se lo hago saber. La cargo para colocarla en la mesa de metal y mantengo mis manos acariciando su cuello. “No, prefiero quedarme y acompañarla”, les digo. Escucho, como en otra dimensión, lo que trata de explicarme la mujer, de cómo sería el proceso. No la oigo, no me importa. Estoy solo atento a los ojos de mi perra, que me miran sin quejarse, sin ni siquiera un gemido “todo está bien, estás tú, nada me puede pasar”, me dicen sus ojos. “No es verdad, no es verdad, no me mires, no confíes, soy yo el del puñal en la espalda, soy yo el culpable” y me aguanto las ganas de rajarme ahí mismo a llorar. Ella, que sabe ahora lo que pienso, como tantas otras veces, me obedece y cierra los ojos, con un último, débil, movimiento de cola.