Hugo Chávez fue una figura de un liderazgo incuestionable. Su muerte produjo reacciones que son el reflejo de lo que fue en vida: un personaje de aquellos capaces de generar amores y odios. Nunca neutros. Los comentarios póstumos han tenido el mismo vigor y, con frecuencia, incomprensión. La división de la sociedad venezolana parece haberse reproducido en la opinión pública internacional.
Es lamentable ver tanta pasión, a favor y en contra. Ella nos roba la verdad que se esconde en los matices. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que podamos sentarnos a evaluar sus gobiernos sin prejuicios, sin amores o rencores, sin ideologías encubridoras? Espero que con el tiempo aprendamos a verlo con sus luces y sombras. Que veamos que no fue tan bueno como unos creen, ni tan malo como otros lo pintan.
Para entender el fenómeno Chávez, habrá que mirar hacia atrás. No se puede desconocer lo que lo precedió. Décadas de exclusión, desigualdad e injusticia social. Al llegar al poder, 55% de los venezolanos se encontraban bajo el umbral de la pobreza. 15% en condición de extrema pobreza. Mientras, un grupúsculo rentista se beneficiaba de la economía petrolera. Con el tiempo, los actores del sistema se vieron deslegitimados. Los partidos tradicionales dejaron de ser salidas creíbles. El desastre fue tal -en lo económico, lo político y lo social- que llevó al colapso al sistema de partidos. En oposición a esa realidad definió su proyecto político.
Murió Chávez. Autoritario. Populista. Pero también tuvo un proyecto social. Armado con el boom petrolero y una gran sensibilidad social redujo la pobreza a la mitad. Para quienes lo dudan, así lo avalan el Banco Mundial, las Naciones Unidas y el PNUD. Los recursos naturales de Venezuela, por primera vez en años, sirvieron para educar, sanar y alimentar a los más necesitados. No ver eso es no entender por qué Chávez ganó cada elección.
Su política económica fue errática, pero luchó por la integración y solidaridad regional. Enfrentó poderes fácticos (nacionales e internacionales), pero ahuyentó la inversión, y con ella incontables compatriotas. En el 2013, la economía venezolana es más dependiente del petróleo, y PDVSA menos productiva, de lo que eran antes de su llegada al poder. Construyó un sistema sustentado en su persona, y no en instituciones. Entendió que la fijación de precios de algo servía frente al proceso hiperinflacionario. Los recursos disponibles nunca fueron tan masivos, ni su administración tan poco transparente.
Su ideología, el “Socialismo del siglo XXI”, fue siempre turbia. Tomó el clivaje social existente e hizo de él un enfrentamiento entre buenos y malos. Sus opositores le pagaron con el mismo maniqueísmo, y así, con una explicación prêt-à-porter, cada quien hizo su elección. Demasiados aceptaron el juego de negar los matices, de no ver los muchos otros clivajes sociales e intereses que nos unen y separan.
Una sociedad compacta, binaria, es mucho más sencilla. Reconforta saber por adelantado quiénes son los malos y quiénes son los buenos. Es más fácil darse por objetivo la derrota de la “oligarquía” o del “dictador”, que la solución racional, eficiente y efectiva de los problemas. Los modelos prefabricados permiten explicarlo todo, pero no por ello las explicaciones son realidades. Tal vez con el tiempo aprenderemos que la política es muchas cosas, pero nunca una lucha de buenos contra malos. Y que los políticos siguen siendo lo que siempre han sido: hombres de carne y hueso.
Ojalá que lo que el futuro reserve a Venezuela no sea Chávez, ni todo lo contrario.