Por si usted no lo sabe, tener un pajón por melena es algo que redunda en múltiples beneficios. Más allá de lo que implica la ganancia de tiempo, al no tener que invertir dos y tres horas semanales en un salón de belleza, llevarlo al natural, lavarlo siempre que quiera y dejar que él sea lo que desee ser, es algo súper cómodo. Imagine que me levanto ¡y ya estoy peinada!; solo con pasar mis manos aquí y allá, estilizar donde sea necesario, untarme mis mejunjes de coco, karité y demás, logro que mi selva capilar esté lista, ¡y en solo minutos!
Imagine también que si estoy acompañada, en horas en que el sol se ha ido de vacaciones cortas, y la luna se hace cómplice de varias comparsas de caricias y ñoñerías, pues me acuesto con todo y pajón, ¡qué más!, y al momento de levantarme en la mañana mi amante está ahí, mirando mi rostro relajado y mi pelo tal cual la noche anterior. Esta es una gran ventaja por los sudores que suponen las horas de amor que tanto atormentan a muchas damas, por aquello de la apariencia del día después.
Otra gran ventaja es que funciona como localizador. Para el año 2014 estuve compartiendo con un divertido grupo rumbo a Bávaro. Durante el rato que nos detuvimos en un parador, llegó el momento de arrancar para seguir la ruta y yo no estaba en mi asiento. Bastó que un chico saliera del autobús y empezara a buscar una greña moviéndose en el concurrido establecimiento atestado de personas. Me identificó de inmediato y en cuestión de segundos estábamos rodando. Aunque claro, cada vez hay más pajones circulando por lo cual la localización puede tomar poquito más de tiempo.
Con los pajones nunca se sabe, pero jamás imaginé que mi cabeza fuera un nido de pájaros. Les juro que las líneas que siguen, como las que anteceden, obedecen a la más estricta realidad. No puede ser de otra forma.
En horas del viernes 21 de julio, siendo las ocho de la noche, yo estaba en mi bunker –habitación-. Tenía la computadora sobre mis piernas, la televisión hacía que conversaba conmigo, todos los bombillos encendidos, silencio en el rededor, el calor no podía ser más caribeño, y para completar el combo, un insecto o pajarito volaba insistente sobre mí por ratos, otros tantos se dirigía al bombillo y le hacía la corte, danzando a su alrededor como si tratara de convencerle de algo. Sus aleteos producían un ruido que competía con el que hacían mis dedos en el teclado. Ese zuuuuu zuuuu era algo molesto. Me dispuse a su caza y en un momento lo tenía en mis manos; por poquísimo logro sacarlo por la ventana, pero fue inútil, se escapó volando. Manotazos aquí, manotazos allá, y de buenas a primeras dejo de escuchar al insecto. Fue el descanso.
Rato después salí de la casa. Cené. Compartí largo rato con amistades. Llegó la hora de dormir. Amaneció y el sol dijo presente. Desperté, hice café y me acicalé lo necesario; la mañana del sábado transcurrió sin mayor contratiempo. En un momento de la prima tarde, hube de deshacerme la cola en forma de piña que llevaba sobre la coronilla en mi cabeza, para hacerla nuevamente. Cociné, comí, hice algunas diligencias fuera de la casa y hasta una pavita vespertina disfruté. Eran las 4:32 p.m. cuando me dispongo a arreglarme para salir al programa de radio. Ya en el baño, decido lavarme el pelo. Aunque lo había hecho dos días atrás, el calor del día era insoportable y quería soltarlo con algo de estilo. Abro la ducha, que en todo su vigor arremete contra mi melena sometiéndola por fuerza en dirección a mis hombros. Cuando dispensé una generosa porción de shampoo, ocurrió.
Siento algo de tamaño desconocido entre mis rizos. Imagino que ha sido una ramita seca de algún árbol que ha quedado enquistada en un mechón, pero sé que no he estado ni en la sabana ni en el monte. Sigo distribuyendo el espeso y espumante líquido y doy, nuevamente, con una textura dura y seca, algo redonda. Cuando puedo tenerla ante mis ojos, ¡el insecto de la víspera!, ¡el que asumí había escapado por la ventana! Me tomó varios segundos concluir que estuvo oculto en mi cabeza, escondido en todos esos rizos, ¡desde la noche anterior! Mi sorpresa fue mayor cuando, por la presión del agua, más la que escurría de mis propias manos, el noble animalito rodó hacia el suelo de la tina, cayendo patitas arriba para moverse con toda la bravura posible. ¡La criatura estaba viva!
Fue entonces que decidí salvarlo. Si había sobrevivido horas dentro de la Amazonía que es mi cabellera, si había rodado a mi lado de aquí para allá, sin hacer el menor ruido, sin causar molestias, sin que apenas lo notara, lo mínimo que le debía era lograr preservarle la vida, más cuando vi cómo luchaba con la corriente de agua. Tonta de mi que no cerré la llave, todo sucedió en un pestañar de ojos, el pobre animalito se escapó nuevamente de mis manos, yendo a parar directo al desagüe. Apenas tuve tiempo de mirarlo y preguntarle qué tal había sido su aventura en mi cabeza.
Es la hora en que me preguntó qué hizo él ahí, cobijado entre las negras hebras de esta mulata. ¿Habrá encontrado su Narnia particular? ¿Durmió? ¿Cómo es que logró permanecer con vida en semejante ambiente? ¿Qué hizo todas esas horas? ¿Encontró vida ahí dentro? ¿Qué hubiera pasado si, en vez de decidir lavar mi pelo, hubiera hecho lo que tantas veces, atomizarlo con mi loción de coco y aceites esenciales? ¿Hubiera fallecido entre las esencias del eucalipto, la menta y la lavanda? Quizá hubiera optado por hacer de mi cabeza su hogar principal, abandonando así su estéril pasión de siempre por los bombillos. Nada de esto podré saberlo nunca. El insecto ha muerto.