La siguiente historia sucedió en un pequeño pueblo de Cuba durante los últimos meses de 2013. Suceso increíble y mágico para cualquiera que desconozca la realidad cubana. Aclaro que el consumo de carne de res se encuentra regulado por las leyes del país y el pueblo, sin acceso libre a ese producto, trata de resolver de alguna manera con la sonrisa en los labios. «Huesos», como me lo contaron.
Huesos. Osamentas de reses sacrificadas en otra parte y para otras barrigas. El carro del matadero llegó sin avisar y la gente, a pleno sol de mediodía, se abarrotó en los exteriores de la bodega. Adentro, los empleados movían los cuchillos a diestra y siniestra, tratando de arrancar los pocos pellejos sobrevivientes. Las jabas, eficaces y necesarias herramientas de trabajo de cualquier bodeguero que se respete, engordaron en un santiamén. Afuera, el pueblo desesperado gritaba improperios y empujaba con fuerza las puertas y ventanas.
¡Abran carajo! ¡Queremos coger también! vociferaba la multitud embravecida, mientras en el interior del establecimiento las jabas y los cartuchos repletos desaparecían milagrosamente de la vista pública. «Orden y disciplina, lema de los revolucionarios consecuentes», decía un cartel pegado en el mostrador.
De pronto, el dependiente de turno asomó la cabeza por una reja y, dirigiéndose a los más descontentos, prometió en nombre de su padre y su madre que nadie se marcharía con las manos vacías. «Calma muchachos, que hay armazones de res para llenar dos barcos». Las viejas aplaudieron de alegría y tres o cuatro hombres chiflaron emocionados ante tan grata noticia.
Los centros laborales cercanos quedaron desiertos cuando se extendió la voz de la venta de huesos. El administrador de la tabaquería situada a dos cuadras de la bodega dio la tarde libre y los obreros sonaron las chavetas cinco veces en señal de aprobación. Seis maestras de la escuela primaria abandonaron las aulas y salieron en silencio, con mochilas al hombro y por la entrada principal. Los bares y las tiendas de productos industriales cerraron por inventario, y el taller de costura amplió el horario de merienda de 30 minutos a dos horas. Las personas y los perros corrían a la par en busca de los primeros puestos. La cola era la misma para todos. No existieron distinciones.
Algunos ancianos de la zona contaron poco después que nuca habían presenciado cosa parecida. «Ni en los peores tiempos», dijeron. «Pero es lo único que hay y qué se le va a hacer». Incluso, un profesor universitario recogió en su cuaderno cada detalle de los hechos y afirmó que serían incorporados a los folletos de historia local. La presidenta del consejo de vecinos, armada con sombrilla y escoba, no permitió que los curiosos tomaran fotos y censuró los comentarios «inapropiados» de los transeúntes. «Logros como este jamás se podrán olvidar. Cojan las costillas y andando», repetía en tono amenazador.
El esqueleto de una res entera fue donado al departamento de Ciencias de la secundaria del lugar y hubo quienes propusieron la creación de círculos de interés para el estudio anatómico de animales en peligro de extinción. De igual forma, el «Gorrión de la sabana», poeta de cantinas y tragos largos, improvisó varias décimas burlescas delante de la muchedumbre. Esa noche durmió, a pata suelta, en la estación de policía.
Gracias a la oportuna intervención de los agentes del orden público, se impidió la realización de una velada nocturna en honor de las reses caídas, iniciativa de los protectores más radicales de la flora y la fauna. Sin embargo, a la mañana siguiente aparecieron docenas de pancartas en contra del sacrificio de ganado vacuno y, pese al revuelo de las autoridades, nadie resultó investigado por el suceso.
La venta de huesos terminó cerca de la medianoche y, según testigos oculares, la fila de gente seguía creciendo. Al final, el máximo responsable de la bodega pronunció un breve discurso donde reconocía la importancia de tal acontecimiento y guardó, de manera ceremoniosa, la última osamenta de res como «grato recuerdo de tan inolvidable día».
Los rumberos del barrio de La Chancleta, con el pueblo detrás, culminaron la jornada a ritmo de tambores, congas y guaguancó. El ron y los alcoholes caseros no faltaron. Tampoco los ajiacos y las caldosas de esquina. Los gritos y el baile duraron hasta las cuatro de la madrugada.
Desde esa ocasión, ningún ser humano volvió a ver esqueletos ni pellejos de res en aquella bodega. Se esfumaron para siempre. Solo quedaron, regados por las calles y para festejo de los perros, los restos gastados y polvorientos de unos huesos sin carne.