Hubo una vez hace mucho tiempo, creo, en que acudíamos a los restaurantes para disfrutar las comidas, no para que nos vieran comer; cuando lo mismo daba desayunar en Payán que en Marocha o, mejor, en casa, con el humeante cafecito y las tostadas de mami.

Hubo una vez ¿cierto?, en que si nos invitaban a una recepción e indagábamos acerca de  los convidados, lo hacíamos con la esperanza de encontrar gente querida y no prefigurando al lado de quién saldríamos en la foto  del periódico.

Hubo una vez… ¿En serio, la hubo? en que no temíamos la presencia de los extraños, ni su conversación; en que estrechábamos sin temor la mano que se nos tendía y no preguntábamos por apellidos o familias o abolengos o fortunas ni nos empeñábamos en perseguir pieles claras, ojos claros y cabellos lacios.

¿Habrá sido verdad todo eso o sólo lo estoy inventando?