El poeta metafísico inglés John Donne, cuyo paso por la vida terrenal discurrió en el lapso de tiempo comprendido entre 1572-1631, nos hizo conocer en su poema “Las campanas doblan por ti”, que la muerte de cualquier ser humano nos disminuye como humanidad, sobre todo si esa existencia es arrancada de cuajo, como una planta en pleno verdor y florecimiento.
Por eso, la sociedad dominicana, como parte de esa humanidad, tampoco puede sentirse aislada con relación al reciente episodio de terror que ensangrienta una de las páginas de la historia moderna de los Estados Unidos, máxime, cuando tenemos allí una numerosa colonia que convierte su ausencia en una presencia cierta a través de las remesas que engrosan el flujo de divisas en nuestra economía, constituyéndose en un importante pilar de la misma.
Preciso de entrada, que la violencia nunca podrá ser la respuesta adecuada a ningún problema, y sobre todo, si implica la muerte de seres humanos inocentes. Pero para entenderla, correcto es ubicarla en el justo contexto en que ocurre. A primera impresión, si vemos a alguien propinarle una pedrada en la cabeza a otro hombre, tendemos a enjuiciar el hecho como un acto de crueldad y de premeditada vileza. Pero si tenemos la información de que la víctima había violado antes a una hija del victimario, entonces comenzamos a comprender, -no a justificar-, la causa de la agresión.
Es lo que acaba de pasar con la dantesca matanza de cinco policías ocurrida en un contexto de violencia policial y venganza racial que tuvo como escenario la ciudad de Dallas (Texas), cuando el joven de raza negra, veterano de la guerra en Afganistán, Micah Xavier Johnson, tomó como blanco de sus disparos a varios policías blancos, asesinando a 5 de ellos e hiriendo a otros 7.
La acción criminal de un soldado que había sido condecorado, y que había servido a la causa de su país en el extranjero, estuvo precedida por los asesinatos de Castile, un afroamericano de 32 años de Falcon Heights en Minnesota, y de Alton Sterling, otro afroamericano de 37 años de edad y que vendía CDs frente a un supermercado en Luisiana.
El primero, había sido asesinado delante de su hija pequeña y de su novia por un policía de raza blanca que detuvo su vehículo. Al segundo, le quitaron la vida cuando ya había sido arrestado.
Pero la tecnología ya había hecho su trabajo, porque ambos episodios fueron registrados por esos pequeños adminículos tecnológicos llamados móviles o celulares, los cuales han sacado a relucir con mucha crudeza una realidad violenta que ya existía en el seno de la sociedad estadounidense: el sesgo racial de la violencia policial contra los ciudadanos de descendencia afroamericana, que cada vez sigue engrosando una estadística maldita.
El diario español El Pais, del cual extraemos una cita, registra el fenómeno de esta manera: “El periódico The Guardian lleva un recuento de las personas muertas a manos de la policía en Estados Unidos en 2016: esta madrugada la cifra pasó de 560 a 561. La inmensa mayoría de los miembros de esta lista eran afroamericanos o latinos. En 2015, el rotativo contó 1.146, la abrumadora mayoría eran negros. Estas muertes han dado nombre y fuerza al movimiento Las vidas negras importan (Black lives matters), los sucesos de esta semana lo ponen en tela de juicio”.
La indignación ha sido tan grande, que ni siquiera la gravedad del crimen de cinco agentes del orden a manos de un exmilitar que se erigió en vengador de su raza, ha podido contener el brote de nuevas protestas que agravan la herida racial del país considerado como el más poderoso de la tierra, y aumentan la desconfianza de las minorías frente a las fuerzas policiales.
Porque dentro de este contexto, los policías blancos verán con más ojeriza a la población de origen negra y se mostrarán más temerosos de aquella, y en esta situación, hasta el simple movimiento de rascarse la cabeza puede ser interpretado como un ademán extraño o un gesto “peligroso” por parte de un agente nervioso. De ahí la urgencia de promover acercamientos entre las comunidades afroamericanas y la Policía en cada demarcación para ir limando las asperezas de los prejuicios y de esa cultura de odio, rechazo y exclusión.
Ojalá que el miedo de morir del uno frente al otro no se convierta en un círculo vicioso de odio y de terror que se alimenta y retroalimenta para mantener viva la espiral sangrienta, sino que sea un acicate que sacuda la conciencia mundial y estadounidense sobre la necesidad de que se eliminen las causas que generan situaciones tan deleznables como la que aquí comentamos.
Los dominicanos debemos dar gracias a Dios, de que a pesar de que tenemos una población armada irresponsablemente de revólveres y pistolas, porque en los últimos tiempos vale más recaudar impuestos por la causa que fuere, que preservar a la población libre de armas de fuego, en nuestro país no existe todavía un mercado de armas largas o de guerra, porque si a una sociedad traumada por viejos problemas y contradicciones añejas, como la sociedad norteamericana, que produce muchos paranoicos, también le sumamos el libre comercio de las armas, el resultado sería un coctel explosivo, como el que se vive hoy en los Estados Unidos.
Como cristianos solo nos resta decir, oremos a Dios, para que acoja en su santo seno a las víctimas.