A la memoria de mi padre.

Fueron dos crímenes horribles. Horrible fue el que dio la vida. Horrible fue el que dio la muerte. Fueron dos crímenes tan horribles, que, casi un siglo después, los que tienen el corazón suficientemente recio y el estómago suficientemente duro como para comentarlos, lo hacen en voz muy baja, lejos de oídos indiscretos, en el fondo de una habitación o de una parcela.

Fueron dos crímenes horribles. Horrible fue el que engendró. Horrible fue el que mató. Fueron crímenes tan horribles, que no osaré mencionar nombres, ni apellidos, ni lugares. No escribiría sobre ellos si no se lo hubiese prometido a alguien que ya no es de este mundo. Los descendientes del cadáver y los del asesino me perdonarán: no se rompe la promesa hecha a un muerto.

Lo tenía todo. Interminables vegas de tabaco. Una casa grande. Una insuperable traba de gallos. Tantas mujeres como quería. Pero nada de eso le hacía tan feliz como el amor de ella. Hubiese renunciado al escandaloso precio que los alemanes, forzados por la escasez y la guerra, pagaban por su tabaco, Hubiese renunciado al ruido arrullador de la lluvia cayendo sobre el techo de cinc. Hubiese renunciado al orgullo de ver siempre a sus gallos destripar a los de los otros a golpes de espuelas y pico. Hubiese renunciado a la brisa que lo acariciaba mientras echaba una siesta bajo el zaguán, en su mecedora de guano. Hubiese renunciado a la concupiscencia sosa de sus amantes. Pero, aunque temblara el cielo y se abriera la tierra, nunca renunciaría a la lujuria de su hermana.

De nada habían servido las súplicas de su madre, los insultos de su padre, los consejos del cura. Poco le importaban los murmullos que provocaba a su paso o las miradas de condena que sentía a sus espaldas, en la gallera o en la iglesia. La seguía poseyendo en el conuco, en la sabana, en medio de los montes, en la lejana pocilga a la que la habían llevado sus padres con la inútil intención de liberarla de la lascivia de su hermano: allá iba a buscarla. El olor acre de sus cuerpos se mezclaba con el hedor de la mierda de los verracos. Sus gemidos se mezclaban con los gruñidos de las puercas en calor.

Nunca podré comprenderlo. Quizás el placer que puede dar la misma carne, el mismo sudor, las mismas lágrimas es el más grande de todos. Quizás la pasión de verdad es la que destroza todos los obstáculos, las maledicencias, los consejos, los resabios, las súplicas de los devotos y los mandamientos de la iglesia. Eso nunca se sabrá: quizás ese gozo esta reservado a los dioses o a las bestias.

Se conocían tanto como conocían la matriz donde habían crecido. Él podía saber si ella babeaba, sentada en el quicio del zaguán, por costumbre o por placer. O si, mirando las lomas lejanas, se balanceaba junto a la baranda, de ganas o de hastío. Ella no hablaba, no sabía hablar, pero él podía leer su mirada triste. De ella se decía que no pensaba, que no sabía pensar, también lo conocía y sabía cuándo alejarse como una gata temerosa o ronronear a sus pies como una gata en celo. Nadie la conocía como él. Nadie lo conocía como ella.

Cuando ella tiró lejos la sucia muñeca de trapo con la que jugaba desde hacía treinta y tantos años y empezó a acariciarse el vientre, él supo que ya no podría ni querría arrancarle por tercera vez la flor de sus entrañas, ese amasijo de carne de su carne, esa negra sangre de su sangre, que se interpondría entre él y ella, entre su placer y el de ella.

A él le importaban un carajo las miradas de reproche y los murmullos de desaprobación. Pero, para él, el honor de ella era sagrado. Cuando su mejor amigo se negó a cargar con la barriga, se limitó a negarle la palabra. No tenía tiempo para reyertas:  tenía que encontrar un marido para su hermana y un padre para su hijo, para su sobrino.

Todo cambió cuando la mujer del buen amigo contó a todo el que quiso oírla, con una mezcla de indignación y orgullo, cómo su marido se había negado a disfrazar la lascivia de él y la desvergüenza de ella. Lo último no podía permitirlo. Un domingo, a la salida de la misa, cuando las sangrientas amapolas perfumaban la brisa, sus peones atacaron al que fue su amigo con todo lo que encontraron: con el machete de desyerbar el conuco, con el cuchillo de matar los puercos, con el de degollar los terneros, con coas, con azadas, con manos de pilones. Esperó pacientemente en el portal de la iglesia. Y cuando llegó el momento, empuñando el sable con el que su padre había combatido durante las guerras de independencia, se acercó a eso que, más que un hombre, parecía un gallo moribundo, para escupirlo y para darle el tajo de gracia.

Se escapó una madrugada y nunca más volvió. Prefirió irse a los confines de la sierra a caer en una emboscada de los deudos. No temía morir. Quería evitar que ella muriera de tristeza. Pero morir de tristeza era su castigo o su destino. Sus padres la mandaron lejos y cuando la buscaron, la trajeron sin su hija. No quiso muñecas, ni vieja ni nuevas. Se dejó morir, mirando las lomas lejanas, con las manos vacías.

Ha pasado casi un siglo. Y es como si no hubiese pasado. Sobre su tumba, los hijos del muerto, y luego sus nietos y luego sus bisnietos escriben que fue vilmente asesinado por ese a quien tenía por amigo.

Ha pasado casi un siglo. Y es como si no hubiese pasado. Los hijos del matador, y luego sus nietos y luego sus bisnietos borran con pintura roja lo que sus enemigos han escrito.

Así, por turnos.  Y así desde hace casi un siglo. Y así por los siglos de los siglos.

Esta historia me revuelve el estómago y me atenaza el corazón, pero tenía que contarla. Hace décadas que lo prometí. Solo ahora he encontrado las palabras precisas para hacerlo.

Solo me conforta pensar que, en algún paraje de la frontera, tal vez viva todavía una vieja que, asomada a una ventana, espera la muerte mirando las lomas lejanas donde solo se dan cactus y cambrones y mascando un cigarro con sus encías desnudas. Solo me conforta pensar que morirá sin saber que ella es la culpable de un crimen horrible. Sin saber que ella misma es un crimen horrible.