A Pancho Álvarez y Carmen Imbert-Brugal, maestros de esgrima.
La paja en el ojo ajeno y el propio, paja es. Saludar la llegada de un tema como la corrupción al carnaval electoral es prematuro, onanista y, sobre todo, triste. Es la satisfacción en la declaración de intenciones. Es la ratificación de la corrupción como discurso, del debate que relaja y reanima (desempolva) expedientes para medir colas que nunca serán pisadas.
Hace algún tiempo en la Argentina se dio una discusión respecto a esta temática. El escritor Martín Caparrós denominaba "honestismo" a esa visión post o anti-política que circunscribe el debate a la honra de los actores y relacionados, como si de eso se tratara el asunto. El autor argentino llama a este fenómeno "la tristeza más insistente de la democracia (…): la idea de que cualquier análisis debe basarse en la pregunta criminal: quiénes roban, quiénes no roban".
La corrupción como discurso ha servido en nuestro país para edificar fortunas, insertar liderazgos, mantener vigencias (que hace rato debieron ser perdidas) en el tiempo y maquillar intenciones de políticos y grupos de interés económico. También ha dañado honras y repartido males, sin haber hecho absolutamente nada por resolver los problemas de la sociedad (incluido el combate a la corrupción misma).
La idea central es clara: simplificar el debate, sacar los temas políticos de la agenda y trocarlos por la denuncia irresponsable, los expedientes, la promesa propia. La aludida falta de conceptualización facilita el asunto y de repente, nos encontramos en un duelo de subterfugios, descalificación.
El artículo de Francisco Álvarez, publicado bajo el título La corrupción será tema de campaña: ¡bienvenida! critica la lógica de amigos y enemigos (canchanchanes) con que arranca el discurso de la corrupción entre candidatos. Sin embargo, no puede ser otra la manera. Cuando entran en una competencia electoral, compleja, lo más natural es que los temas se asuman desde las recetas de Goebbels. La lógica de la corrupción como discurso responde a ese contexto.
El honestismo, esa construcción que parte del escándalo, es rentable (no solo para programas del mal llamado periodismo de investigación). La denuncia toma la escena dejando fuera las definiciones políticas, lo social y lo económico. Entonces, los cambios estructurales son un tema del ayer; hoy es cosa de serios o no. Este dualismo se traduce en ausencia de compromiso con la sociedad en lo que realmente importa.
El abandono del discurso político (del poder) da paso a esa banalización, a la versión de los hechos desde lo anecdótico o desde lo extorsivo (clientelismo). Esto permite beneficiar intereses económicos bajo el disfraz de la "sociedad civil" o del ungido. Nos apartamos del debate del poder (su distribución –en riquezas y capacidades-) y vendemos la idea (comprada hace tiempo) de que con políticos honestos se resuelve todo.
Esta realidad, que no es tan nueva para nuestro entorno, nos lleva a la pregunta siguiente: ¿para quiénes trabajan los serios?