Desde el estallido de la pandemia de Covid-19 y el consecuente confinamiento, el uso creciente de las redes informáticas ha ido sutilmente matizando los modos de intercambio social. Hemos entrado, se especula, en una vertiginosa “zoomización”, cuyos efectos perfilan la naturaleza de la “nueva normalidad”. ¿El Hombre y la Mujer Nuevos serán parte de otra especie que emerge, el Homo Zoomer? Resulta inevitable evocar aquí a Vattimo y el papel neurálgico de los medios en la llamada postmodernidad pues, en efecto, estaríamos generando nuevas “concreciones de ser”, de incidencia capital en el porvenir inmediato.

Hay ya quien pronostica una reorientación de los sistemas y regímenes políticos de las sociedades (“Pandemocracia: una filosofía de la crisis del coronavirus”, Daniel Innerarity), señala posibles utilidades comerciales del mercado, o alerta sobre lacras mentales en nuestros hijos (“La fábrica de cretinos digitales”, Michel Desmurget). Gobernanza, Economía, Educación: todos ejes que mueven aceitada la carreta humana. ¿Y qué tal la Cultura, sus procesos, su gestión? Este cuarto pilar vincula a los demás, puesto que envuelve las libertades ciudadanas, el engranaje trabajo-tiempo libre-ocio, la apreciación del arte y su consumo, las políticas del libro y la lectura, el papel de la escuela en la transmisión del patrimonio cultural, etc.

Contextualizando más: ¿cómo se sostendrá el equilibrio de los tres puntales de la Economía Naranja (desarrollo, fomento y lucro) ante el recogimiento de los espectadores, quiebra de librerías, cierre de museos y bibliotecas, salas de cine vacías, escenarios y proscenios desolados? Ante el cambio de paradigma, acaso sea momento de pesar y sopesar ventajas y desventajas de la tecnologización forzosa de las relaciones sociales, y más adelante analizar –porque es harina de otro tintero– la deriva de lo que fue una creciente ola de festivalización de la cultura, que actualmente rompe en las orillas de la zoomización como signo sibilino de estos tiempos, como colofón del año e introito del siguiente, como fin de la década de los 2010´s e inicio de la de los 20´, como atajo imprevisible entre la aldea análoga y la global y conectiva.

Vale preguntarse por qué se le ha llamado así al fenómeno, pese a que existen varias otras aplicaciones para videoconferencias, así como plataformas digitales y virtuales de diversos tipos. Las hay de software libre y comerciales, y hasta es posible crearse una plataforma propia –pero la gratuidad se impone por razones obvias. Aunque aparenta liderar, Zoom no necesariamente ofrece más ventajas que, por ejemplo, Skype (la más antigua y, por tanto, de seguridad quebrantable), Google Meet (accesible desde cualquier dispositivo, pero asociada a Gmail) o StreamYard (para el que no es necesario descargar software alguno). Yo creo, sin embargo, que se trata de un asunto de sentido y eufonía. Skype hace referencia al cielo, por lo cual su logotipo es una nube; el significado de “meet” es reunirse, encontrarse y, en cuanto a stream, si bien invoca la transmisión en continuo (streaming), propone que ocurra en espacio abierto, recreativo (patio, jardín, “yard”). Salvo éste último  –y muy recientemente–, ninguno de esos vocablos se ha enraizado como anglicismo en nuestra lengua, pero “zum” sí, desde que en 1959 lo inventara Frank Back. Aparte, tiene calidad de término único, simple, contundente. Por último, dicha palabra remite a visualidad inmediata, “acercamiento-alejamiento, aumento-disminución” casi palpable de la imagen –que en la época lo es todo. Ser es ser visto y ver, ser es tocar, adelantó Neruda. Transmito, ergo sum.

La actual zoomización (que no zombización, por virtud del procedimiento participativo) puede también ser vista como una forma extra de potenciar procesos de hibridación cultural, porque se manifiesta en la presencia simultánea de lenguajes (escrito-visual), niveles de estilo (culto-popular), procesos (artesanal-industrial) y modos de práctica (aficionado-profesional). Ello impulsa la interculturalidad y la ruptura de las asimetrías, vale decir, la integración, como un aspiracional de la globalización.

Por último, lo inesperado: aunque ciertos programas de TV nos fueron preparando para cualquier sorpresa, el auténtico reality show acontece cuando, de pronto, nuestra intimidad da un salto a la pantalla, gracias al descuido de haber dejado la cámara encendida. Políticos en ejercicio, artistas, “followers” y gente común se encuentran en aprietos por descortesía, exhibicionismo en tiempo real por vía de banda ancha, voyeurismo involuntario, sicalipsis pura, bruta, sin destilación, al ser captados sin pantalones, besando un pecho femenino, autocomplaciéndose, dormitando. Genitalia, escatología, somnolencia: todo aquello sujeto a ser realizado puertas adentro expuesto en esa vidriera universal llamada monitor.

La eternidad sujeta en el instante de una foto, ahora es eternidad ralentizada en un segmento de tiempo. Quince minutos de fama repetidos en un rostro.

Existo, ergo Zoom.