Quien se muestra reticente a ser parte del rebaño y a formar filas de partido, quien no cumple la exigencia de carecer de pensamiento crítico, nunca será bien visto y será exiliado en su propia esfera. Y es que la originalidad produce inevitablemente soledad, por la propia independencia implícita en su discurso.

Los políticos en general y salvo raras excepciones, son meros repetidores de consignas aprendidas. Se mueven con facilidad y de modo natural en la zona de confort arriesgando poco en el camino. A casi todos ellos les mueven intereses grupales y orgánicos que les alejan de cualquier postura abierta y receptiva a razones diferentes a las suyas. Si cualquier organización política o religiosa enseñara a pensar a sus miembros, sus dirigentes se quedarían solos, aislados en las altas instancias del poder, porque pensar es sobre todo desarrollar criterio propio, rechazar ser manada, cardumen irreflexivo. Los partidos y aquellos de sus hombres que aspiran al poder, poseen en su naturaleza íntima una idea incuestionable acerca del control que se debe ejercer sobre los demás seres humanos. Y esto se repite en todos ellos aunque disfracen sus discursos de la mejor voluntad, auspiciando propósitos de tolerancia y participación de la ciudadanía.

Ellos, los hombres de partido, se mueven como bailarinas sobre el escenario, sin ninguna conexión con la realidad dado que su pensamiento tiene habitualmente un carácter abstracto. No contemplan llevar a cabo acciones concretas ni llegan a comprender enunciados tan valientes como el planteado por Albert Camus cuando afirma, "Yo creo en la justicia, pero prefiero mi madre a la justicia" Este razonamiento afronta de manera radicalmente distinta lo cotidiano, lo que acontece cada día frente a la falsa actitud de quien pone por delante el apego al mundo como abstracción bienhechora. Hablo de redimir a la humanidad mientras se ignora con desdén a quienes se tiene cerca. Hay en este enunciado algo perverso, vinculado al mismo tiempo a la necesidad de erigirse en protagonista de la historia y al deseo de conquistar un espacio de renombre, más allá del bien que se desprende de la humildad de un accionar cercano a las necesidades reales de aquellos en cuyo nombre se actúa.

El lector acucioso se preguntará la razón de esta reflexión y mi preocupación por unas ideas que, a primera vista, pueden ser simples e intrascendentes. Es sin embargo, en mi opinión, un error pensarlo así. Cuando encontramos intelectuales y pensadores que mantienen sin sonrojo actitudes irreflexivas, arrogantes y de desprecio ante cualquier posición de disenso, considero que en el fondo se esconde el germen de aquello que tan bien describió la filósofa alemana Hannad Arendt, en su famoso libro "Eichmann en Jersusalén, un estudio sobre la banalidad del mal" Arendt lo enuncia de este modo, “lo más grave en el caso de Eichmann es que hubo muchos hombres como él  y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales¨ ¿Cuál es el trasfondo de todo esto? Sencillamente que cuando a veces se defienden actos aberrantes en el comportamiento político, estos son justificados en nombre de la obediencia partidaria o bien por apego ideológico. Estamos en la antesala de sociedades futuras dominadas por la irracionalidad y el desapego más violento hacia lo que reconocemos como valores humanos. Y lo más grave de todo es que este tipo de actitudes y comportamientos individuales se presentan enmascarados de altruismo y se asientan en una supuesta bondad. Así pues se actúa por el bien común y en nombre de la humanidad. Pura farsa que ante hechos concretos y en momentos de crisis cambian de aspecto y devienen en virulento desprecio y grotescas maneras de actuar.

Un hombre de pensamiento autoritario se puede ver a través del tragaluz, en su indiferencia y rechazo a dirimir las diferencias con respeto, en ese colocarse sobre un pedestal ninguneando posiciones contrarias, actitud ésta símbolo de la incapacidad de aceptar que pueda existir una visión diferente a la propia. El intolerante trata en primer lugar de anularte, creando una cortina que impida ver el entorno. Ellos se muestran ciegos y sordos pues carecen de empatía.

Esta reflexión se dota de sentido y valor fundamental en la coyuntura actual, en un momento en el que se puede producir un cambio de mando en el aparato del Estado. Me explico. Estamos ante un partido que posiblemente pierda el control del mismo y un partido opositor que avanza en su camino de remplazarlo y tomar las riendas. Ambos grupos cuentan en sus filas con ese tipo de hombres normales, sencillos y hasta cierto punto insignificantes que desprecian la reflexión y la profundidad. Hombres que prefieren la banalización, el discurso de barricada y que defienden -de modo tal vez inconsciente- la falta de bondad que emana de anteponer lo ideológico al ser humano y al hacerlo se convierten, aún sin quererlo, en pequeños Eichmann, aunque suene exagerado decirlo. Y no digo esto apelando al viso dramático y criminal del personaje, que nadie se confunda, sino por el desprecio a pensar con voz propia y a obedecer como borregos al partido, cualquiera que esté sea.