Hay una zona oscura, un lado oscuro en la poesía de Dinápoles Soto Bello, una vena necrófila que pocas veces se manifiesta con tanta intensidad como en el poema “Desposorio”:
“No sé de qué lejanas edades de los siglos / me llega tu perfume, cargado de misterio. / Tú vienes en la ronda de lívidos vestigios / a darme un beso incierto que sabe a cementerio”.
Sin embargo, como a toda acción se opone una reacción de igual magnitud y en sentido contrario, hay otra zona que podría llamarse humorística y festiva (un polo de la misma dialéctica) que se parece mucho al otras veces sombrío autor de “Hojas del camino”.
Sí, ocasionalmente en la poesía de Dinápoles Soto Bello hay notas de humor satírico y desenfadado al estilo de Juan Antonio Alix, a quien por cierto parodia en “El almuerzo en la cafetería de la Ucamayma”:
“Dice don Martín Garata / que es una perfecta vaina / y una cosa no muy grata / almorzar en la Ucamaima. / La comida allá es sabrosa / pero siempre bien poquita / por lo que no es poca cosa tener la boca chiquita” (1969).
El fraterno Dinápoles dedica en su poesía muchas horas místicas a la cristiana meditación (un poco a la manera de un conocido programa radial de la Farmacia Mella que sólo los viejucos recordamos), pero también se pone de vez en cuando los guantes, se pone de repente rebelde y pendencioso, se entrega “hasta la inconciencia” al jolgorio, tal como predicaba el común amigo Yuyo en los felices años de estudiantes en el Tecnológico de Monterrey. Como poeta festivo y casi libertino, viejo verde y travieso, el casi abstemio y casi casto Dinápoles da quizás lo mejor, lo “más mejor” y original de sí en poemas de la talla de “Alegrémonos, amigos”:
“¡Que bueno está este vino, compañeros! / Brindemos por nosotros y aplaudamos. / Descorchemos botellas de alegría / y encendamos los fuegos necesarios / en las lámparas rojas del instante. / El mañana y las horas, al carajo: / Masacremos el tiempo inoportuno / con limpias espadas de canciones. /
Alegrémonos amigos esta noche / fabricando guitarras con sonrisas. / Rompamos los diques cotidianos / con sonoros martillos de palabras. / Este vino está bueno, compañeros; /
brindemos por nosotros y aplaudamos / y al carajo mandemos a Descartes. / El "bebo, luego existo” es la verdad / que ese grave filósofo ignoró, / a pesar de su genio, que era grande. / Quien desee estar cierto de que existe / tómese unos tragos y verá /
la materia y la sangre en sus orígenes. / ¡Que bueno está este vino y cómo prende! / Brindemos por nosotros y aplaudamos. / Alegrémonos de estar aquí reunidos existiendo… / ¡Y al carajo la Física y Descartes!” (1979).
Casi en la misma onda rebelde y pendenciosa, el poeta la emprende en el poema “Vas naciendo” contra el “túnel burocrático”, contra la infame costumbre “de orinar todos los días, / de tener que dormir todas las noches”. Un tan brusco viraje, semejante trastorno quizás solo lo explica el hecho de que el poeta “vas” naciendo a la poesía. Definitivamente, la poesía lo está echando a perder:
“Vas naciendo a la poesía / con racimos ocultos, / despidiendo en la noche / sonidos transparentes, elaborando mieles / con abejas auténticas. Quieres ir más allá / del túnel burocrático, / más allá de orinar todos los días, / de tener que dormir todas las noches / con jornadas de terrosas epidermis… / Quieres perseguir en el tiempo que pasa / raíces absolutas. / Vas naciendo a la poesía / con crecidas experiencias en la sangre….” (1980).
El mayor arranque de rebeldía, o más bien de inconformismo, ocurre en el poema “Una limosna, por favor”, que dedica a Mirna Guerrero. Harto se declara el poeta “de tizas y oficinas”, “libros, cátedras y lápices”, “rutinas y cadalsos”, “Hasta de mí estoy harto y lo confieso”. Coquetamente rompe “los espejos”, no quiere ni mirarse, pobrecito. Harto hasta la coronilla está de helados y cervezas, “de líquidos suicidios amarillos”.
No dice, sin embargo si también está harto del champán, del Dom Perignon, del Chateu Petrus, del mabí Seibano:
“Estoy harto de tizas y oficinas / de libros, cátedras y lápices. / Estoy harto de zapatos y vitrinas / de tres veces comer y empolvarme, / de cajas mecánicas rodantes / y bicicletas ciegas, y camisas. / Estoy harto de pensar y fatigarme / harto de saludar la misma gente, / de Apolinar y Eduardo y Emmanuel, / de inodoros, cucharas y botellas / configurando rutinas y cadalsos. / No me invites a cines ni frituras, / no apetezco ni helados, ni cervezas, / no quiero pavonearme los domingos / por monumentos cívicos y parques / donde hormiguean estatuas con sonrisas. / No me ofendan con chácharas insulsas, / ni carcajadas de vientres satisfechos. / Alejen de mí esa copa tentadora / de líquidos suicidios amarillos. / ¿Para qué tantas cosas y fantasmas / acosando la sangre y el silencio? / Rompo los espejos, no quiero ni mirarme. / Hasta de mí estoy harto y lo confieso. / Me restriego los ojos con los días / y lloro herrumbres y viscosos líquidos. /
Únicamente les pido una limosna: / disuelvan estos óxidos del tiempo / en agua de música y palabras. / Únicamente les pido una limosna: / Recítenme un poema y muchas gracias” (1979).
He aquí, a mi juicio, la mejor manera de despedir o dar la bienvenida a la dinapolesca poesía de “Hojas del camino”.