Héctor Aristy Pereyra tal vez nunca pensó que volvería al edificio Copello, en el Conde de la capital, donde operó la sede del gobierno del que había sido Ministro de Interior y Policía del gobierno constitucionalista presidido por el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó tras la guerra patria de 1965 para reponer al derrocado presidente Juan Bosch. Pero volvió. Solo que ahora en otro rol, ajeno para él: dueño de HIZ Informativa, en la primera emisora de la isla.
El político y exdiplomático no era, sin embargo, la parte visible. Más bien parece que prefería el bajo perfil. Como dicen: representaba el poder detrás del trono. Daba la cara el buen poeta Radhamés Reyes Vásquez, director de Prensa. Hubo dudas sobre el real propietario hasta el día de la visita de parte del personal a una de sus empresas, en la avenida San Martín, para fines de liquidación tras la falta de sustentabilidad económica del noticiario. Aparentemente no mezclaba la política con sus empresas. Luego del regreso de su exilio de 12 años, 1978, había creado una formación, el Partido 24 de abril; luego, ingresó al poderoso Partido Revolucionario Dominicano, y, tras los conflictos internos, se marchó con Hatuey De Camps, para integrar el Partido Revolucionario Social Demócrata.
Aristy Pereyra, nativo de las Yayas, provincia Azua, al suroeste de la capital, murió en julio de 2015, a los 85 años. No se le conoció de más proyectos mediáticos como el naufragado HIZ Informativa de mediados de los años ochenta del siglo XX.
EL GRANDULÓN DE VERDÍA
Yo terminaba Comunicación Social en la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), pero ya acumulaba una experiencia de locutor musical (Radio Pedernales, Radio Unión, RPQ, Radio Eco, Radio Radio, Radio Recuerdos de la Cadena Brea Peña), e iniciaba mi periplo por la locución noticiosa.
Había comenzado en Reportero Nacional, por Radio Cristal, con Wilfredo Alemany (el director), Francis Javier y Orlando Ortíz (f), mientras, cada noche, leía en un noticiario informal en Radio Radio y Onda Musical.
Alemany, Javier y Ortíz nunca jugaron a que yo sucumbiera; algo inusual en esa época. Todo lo contrario. Entre los muchachos de prensa, Alfonso Tejada y Jorge me animaban a seguir, aun en momentos de desencanto. No era tan fácil, Wilfredo y Orlando, más que el joven macorisano Francis, eran locutores reconocidos y de larga data. Leer con ellos era un reto.
La sala de producción de noticias, cada mañana, por ejemplo, representaba un hervidero. Periodistas, desesperados, arañaban para articular el noticiario de las siete de la mañana. Reyes Vásquez, el director, un tipo bonachón, a ratos, lucía más arropado por la poesía que por la urgencia informativa. Entendible. Había sido Premio Nacional de Poesía.
Leíamos Roberto Casado, Manuel Ferreras, Juan Francisco Verdía y yo. Casado estudiaba medicina en la UASD; siempre se mostraba recio, seco y huidizo, con un tono de voz autoritario. Ferreras, extrovertido y sabichoso, dueño de una voz también fuerte, siempre llevaba un cuento para contar. Juan Francisco Verdía, con tamaño y cuerpo de Grandes Ligas, exhibía un timbre suave; leía rápido, en tono alto, como masticando. Yo, como ellos tres, me esforzaba por llenar las expectativas.
Verdía representaba un ejemplo sin par de perseverancia, superación. Madrugaba desde su natal San Pedro de Macorís, y era el primero en llegar, con un librito, un pan con mantequilla y un termo con chocolate a cuesta. Su desayuno, su almuerzo, su merienda y su cena de cada día. Había dejado sus estudios en la Universidad Central del Este para probar suerte en “la selva de cemento”, donde nadie se conoce, ni le interesa.
Él entraba a cabina de noticias y de inmediato, su ritual: se cruzaba un lápiz de carbón en la boca y comenzaba a tratar de articular las noticias. Luego, hacía ejercicios de respiración casi hasta la hora de comenzar el noticiario. Su vida era la radio. Al terminar la tercera emisión, a las siete de la noche, corría hacia la parada de “guaguas” para viajar hasta su Macorís.
Verdía estaba consciente de la importancia de la lectura para los locutores; sobre todo, los noticiosos. Por eso devoraba con fruición libros de literatura y política.
Recuerdo aquel día en que decidimos ir cada miércoles a la tradicional Librería Amengual (Primero en la Zona Colonial y luego en la avenida 27 de Febrero) para comprar la entrega de una serie de novelas, poesías y cuentos de autores clásicos y contemporáneos de Europa, Estados Unidos, Latinoamérica y el Caribe, importada cada semana desde Bogotá.
Dejábamos de comer y buscábamos prestado para correr a comprar el libro de la semana, que llegaba con tapa de lujo y una separata con la historia del autor y su producción. Y lo leíamos, y lo discutíamos… Nunca hubo espacios para parrandas, ni prostíbulos, ni vitrinas… Raro en aquel tiempo. Y así, hasta que el noticiario cerró para siempre.