Aurora Arias pudo haber nacido en Chipre, San Martín o cualquier otra isla dividida de este maldito mundo, pero La Providencia quiso que naciera en República Dominicana, que pariera joven y, como bien dice la cubana Reina María Rodríguez, que tuviera amigos en cuatro categorías: regulares, buenos, muy malos y tristes. Escritora se hizo a la mala y a fuerza de terquedad. Aurora escribe para no dejar que el tiempo le diga que ya pasó y para digerir lo cotidiano a retazos y por etapas, como los rumiantes. Eso lo sé de su propia boca, en una extraña entrevista en el Papa Jack’s de Altos de Chavón, junto a media docena de académicos norteamericanos que escapaban también del congreso literario que nos había convocado en La Romana.
El detonante de la confesión de Aurora sobre sus manías a la hora de escribir se lo debíamos a los dos guachimanes que horas antes se habían parapetado a dos metros de nosotros en aquel pedacito de mar antediluviano llamado Bayahibe, "lugar de agua" en lengua taína. A nuestro alrededor, un centenar de cuerpos europeos se regocijaban con el tenue sol vespertino; vagaban topless por la orilla, estiraban las piernas en los pulidos chailones, pedían martinis a Viernes y trencitas a las amables nativas. Entre ellos nuestros continentes cobrizos resaltaban como dos gallardetes enemigos en medio de la batalla.
La tragicómica escena duró lo que estuvimos allí (¿diez minutos?), pero su lastre nos persiguió hasta bien entrada la madrugada, ya muy lejos del all-inclusive del congreso literario y sus pulseritas rutilantes; aquí, en el mismísimo Papa Jack’s, en mi "pueblo": La Romana. En un aparte de mi conversación con Aurora, abandoné el grupo y fui a pedir otra ronda. Yudelka, la bartender, me saludó con este pastelazo: – "¿Uté é el guía d’ello, no verdá?".