El prólogo a Historia de la nación dominicana (1), del Dr. Leonardo Conde, trae lo más importante en un discurso acerca de los sucesos históricos que se propone analizar: el llamado método objetivo y la hipótesis fundamental. Esta última se reduce a la creencia en la existencia de la nación dominicana a partir del 27 de febrero de 1844, hecho que el autor da por sentado.

Leamos, primeramente, lo que el autor entiende por método: «En cuanto a la metodología seguida, he procurado narrar los sucesos históricos del modo más objetivo y sucinto, evitando lo más posible los juicios de valor personales. Es más, ni siquiera he pretendido ser original en cuanto a los sucesos narrados. La gran mayoría de esos sucesos provienen de los relatos o documentos aportados por historiadores citados al narrarlos, aunque he dado preferencia a los contemporáneos de la época en que ocurrieron o que han rectificado la versión de algún suceso, salvo por la precaución de que, cuando hay más de una versión, presento las diferentes versiones en la narración misma o en una nota al pie de página.» (HND, I, 15-16).

No se necesita decir más sobre el método, aunque más adelante el Dr. Conde repita otras variantes del párrafo citado, sobre todo, muy apegado a lo “objetivo y sucinto”, pues la objetividad es y garantía de la verdad en el discurso historicista.

Pero ese discurso oculta un inconsciente traidor: el autor afirma que evitará, en lo posible, «los juicios de valor personales». Este es uno de los mitos del discurso de la historiografía racionalista-positivista, porque la adormece el sueño de ser ciencia, al situarse en la lengua y el lenguaje, no en el discurso, este último, terreno privilegiado del sentido y lo múltiple. Ahí reside la falencia de los discursos de los historiadores dominicanos –y de cualquier historiador universal que se coloque en la lengua o el lenguaje, sinónimo de eliminarse como sujeto, es decir, como subjetividad–, porque los historiadores nuestros, sin importar el aporte documental o testimonial de su relato, lo que han producido hasta ahora, según Juan Isidro Jimenes Grullٕón, son “novelas familiares”, es decir que cada grupo oligárquico tiene en nuestro país su historiador familiar o amistoso y, añado yo, otro tipo de discurso que se suma a la historiografía novelesca es la historia por encargo y, finalmente, el tercer tipo: el historiador ancilar que produce un discurso histórico al servicio del racionalismo positivista y su ideología etno y eurocéntrica del progreso versus el atraso. Ninguno de estos tres tipos de historiador está consciente de esta ideología inscrita en su discurso.

Un ejemplo palmario de esta inconciencia es que el autor dice que evitará emitir “juicios personales” (HND, 15) y unas cuantas líneas más adelante afirma: «… el libro tampoco constituye una mera narración de sucesos. Este también ofrece, ya sea en la narración misma o en las notas al pie de la página, las interpretaciones de diferentes historiadores de los sucesos más críticos, y aun las nuestras cuando diferimos de ellas.» (HND, 16).

Complace esta incongruencia, porque el autor asegura que ofrecerá las diferentes versiones existentes en torno a un suceso, lo que asegura lo múltiple y la contradicción, dos de los atributos del discurso y el sujeto, pues de ahí se entiende perfectamente que un discurso sobre sucesos históricos no posee ni tiene por objetivo establecer la verdad, sino los distintos puntos de vistas acerca del suceso.

El sujeto historiador debe realizar el análisis de tales puntos de vista, lo único existente en los discursos humanísticos: la historia es uno de ellos, porque en estas disciplinas no hay nada que comprobar en laboratorio, contrario a las ciencias naturales que exigen comprobación de hipótesis tales evidencias. En los discursos humanísticos no hay nada que comprobar en laboratorio, porque son discursos acerca de discursos y en estos lo único que existe son sentidos contradictorios y puntos de vista del analista de esos discursos. En historia no hay nada que reconstruir, como creen ingenuamente algunos historiadores. Del pasado histórico, solo nos quedan piedras, monumentos, ruinas y discursos que hablan, unos de sujetos, culturas, sociedades, civilizaciones, mitos, leyendas, testimonios que triunfan o fracasan en la mayoría de las veces; y, otros, mudos semióticos, que hay que descifrar a través del discurso.

Esa pretendida objetividad que esgrime el Dr. Conde es pura subjetividad, juicios de valor desde la primera frase del primer tomo hasta la última del segundo, sentidos, discursos contra discursos, versiones y contra versiones, más los mitos ajenos o propios que el autor agrega a su discurso o al de la historiografía tradicional.

La hipótesis del Dr. Conde que da por sentado la existencia de la nación dominicana a partir del 27 de febrero de 1844 es lo que se llama en epistemología una hipótesis problemática. Quienes se adscriben a la afirmación de la existencia de la nación dominicana no tienen nada que perder y, sí, mucho que ganar en la relación que mantienen con el Poder y sus instancias e, inconscientemente, tienden a olvidar el discurso contrario de quienes niegan semejante existencia, porque el tipo de discurso de la adscripción funciona como la verdad y los demás discursos adversos están en el error y deben ser excluidos por aberrantes. Pero eso no resuelve el problema, pues los discursos de los adversarios de la existencia de la nación dominicana siguen planteándoles a los discursos de la adscripción lo contradictorio de ese discurso de la verdad., o sea, que su talón de Aquiles es la ausencia de teoría del lenguaje como teoría de la historia, del discurso y el sujeto, de la literatura y el poema.

Así, el discurso verdadero del Dr. Conde no problematiza los discursos que niegan totalmente la existencia de la nación dominicana (el de Américo Lugo en su tesis y carta a Horacio Vásquez en 1916 y el del libro del suscrito, Política y teoría del futuro Estado nacional dominicano (SD: UASD, 2012) o parcialmente como lo demuestran los discursos de Pedro Francisco Bonó, Mariano Cestero, Francisco Eugenio Moscoso Puello, Rafael Augusto Sánchez, Pedro Andrés Pérez Cabral, Juan Bosch, Juan Isidro Jimenes Grullón, Pedro Catrain y José Oviedo, Ramonina Brea, Alain Touraine, André Corten y otros ensayistas que sería prolijo enumerar, a los que aludiremos más adelante, pero que concuerdan en demostrar las “debilidades” y fallas del Estado clientelista y patrimonialista fundado y organizado por Pedro Santana a partir del golpe de Estado de julio de 1844. 

La estrategia exitosa de los partidarios, desde el Plan Levasseur de un protectorado para la independencia dominicana fue exitosa, pero que una vez en el poder fueron más lejos que la meta del simple protectorado francés a cambio de la entrega de la península de Samaná y llevaron a la práctica la idea todavía más letal de la segunda reincorporación de la República Dominicana a España el 18 de marzo de 1861, sueño acariciado, aunque ocultado en parte, en la mente del grupo hatero encabezado por su ideólogos Buenaventura Báez, Tomás Bobadilla, José María Caminero y Pedro Santana, y los demás miembros de la Junta Central Gubernativa, una vez eliminados de su seno los trinitarios, desterrados a perpetuidad y condenados a muerte si osaban pisar territorio dominicano.

Es interesante constatar que en el prólogo el Dr. Conde llegue, sin mencionar los conceptos de clientelismo y patrimonialismo, a la misma conclusión a que hemos llegado quienes sostenemos la idea de que no existe, debido a estas taras y a la falta de conciencia política y de conciencia nacional de los dominicanos, un Estado nacional dominicano desde 1844 hasta hoy, sino el mismo Estado autoritario, centralizado administrativamente, presidencialista, clientelista y patrimonialista creado por Pedro Santana, con la exclusión total del pueblo: «El relativo atraso económico de la nación dominicana, en particular, se puso de manifiesto en un fenómeno sociopolítico que, en América Latina, ha sido una de las expresiones más características del atraso socioeconómico: las pugnas de los grupos o claques encabezados por los llamados ‘caudillos’ para adquirir y mantener el dominio del aparato estatal y apropiarse de los empleos y otros beneficios derivados del mismo.» (HND, 17). No puede existir, Dr. Conde, Estado nacional donde el clientelismo y el patrimonialismo son la especificidad de una sociedad capitalista o burguesa. Le explicaré por qué. Y le desmontaré ese discurso ideológico del progreso y el atraso y su adscripción velada a la teoría de la dependencia (Continuará)

Nota

  1. Santo Domingo/San Bernardino, California/Charleston, SC/: s.i.i., 2016: t. 1, 759p y t. II, 806p. Abrevio esta obra como HND seguida del tomo y el número de la página.