Ahora que no estamos en campaña y que estas líneas no pueden ser tomadas como clientelares (salvo por los malpensados, por supuesto. Que me perdonen, honrar honra), la ocasión es, creo, oportuna para manifestar mi admiración por Hipólito Mejía. Sus virtudes, me parece, son muchas. Muchas más que sus defectos, esos defectos que le critican pero de los cuales nadie está libre.

Admiro en Hipólito su amor por el trabajo. Admiro su valentía. Admiro su calidad de visionario. Estas virtudes explican su éxito indiscutible como empresario. Si a estas le añadimos su inteligencia, tendremos las razones por las que llegó a la cúspide del poder. Recuerdo, por ejemplo, a aquellos “intelectuales” que en el 2000 se burlaban cuando decía que “la chiva estaba amarrada” con Balaguer. Y la chiva fue efectivamente amarrada. (Recuerdo muerto de risa, por cierto, la cara de machete – más de machete que de costumbre -de Euclides Gutiérrez Féliz saliendo en su yipeta de la casa del Doctor, con las manos tan vacías como cuando llegó).

Los detractores de Hipólito lo acusan de no ser inteligente. Nada más falso. Si así fuera, no hubiera triunfado, repito, ni como empresario ni como político. Es cierto que quizás su inteligencia no se manifieste en el área intelectual. Pero eso poco importa. Su inteligencia es pragmática, se manifiesta en un campo mucho más importante: en el humano. Hipólito es un gran conocedor del alma de los hombres. En buen gurabero, Hipólito conoce al cojo sentado y al tuerto durmiendo. Y esta sabiduría la resume en frases cortas como versos de epigrama. De un político aparentemente ingenuo dijo: “ese de pendejo solo tiene la cara”, y es verdad. Del abuelo de mi amigo Iván dijo: “Era un viejito que pesaba treinta y cinco libras y usaba breteles”. “Es la mejor descripción que he oído de mi abuelo”, me comentó luego el nieto.

Hipólito conoce a todo el mundo. Recientemente, un amigo me contaba con asombro cómo Hipólito lo reconoció en el aeropuerto de Miami. “Me sacó, a pesar de haberme visto muy pocas veces”. Es además un archivo genealógico andante. No solo conoce a los vivos, también a los muertos. A cualquiera le saca el árbol genealógico en el acto.

No es de extrañar que su carisma sea grande. Me parece que debe haberlo heredado de su madre, doña Marina, cuyos ahijados llegaban casi a los cien. No solo heredó virtudes de su madre, también las de su madre tierra. Gurabo, antes de convertirse en un suburbio de Santiago, fue tierra progresista, cuna de hombres de valores (y de valor) y fuente de legítimo orgullo. (Pedro Francisco Bonó, si mal no recuerdo, contaba que, a finales del siglo XIX y principios del XX, mientras muchas comunidades carecían de escuelas), los vecinos de Gurabo costeaban la suya con sus propios dineros). Quienes se burlan de su asumido orgullo campesino son los mismos frívolos que sueñan con nuevayores chiquitos y con parises, que reniegan del campo y se regodean en todo lo “urbano”, incluyendo hasta el mal llamado merengue (De ese fenómeno escribiré más adelante).

Hay quienes lo acusan de ser demasiado espontáneo. Puede que sea cierto. Pero un exceso de espontaneidad es garantía de sinceridad. Hipólito no solo no tiene pelos en la cabeza (o casi) ni tampoco los tiene en la lengua. Me parece preferible, con mucho, a un diletante que busca maquillar sus bellaquerías con un montón de palabras domingueras y que dice desconocer la palabra pichirrí.

Hay quienes lo acusan de ser demasiado leal. A lo mejor. Pero es preferible un exceso de virtudes a un exceso de vicios.

Siempre me ha parecido que el triunfo de un hombre se mide, sobre todo, por las cualidades de sus hijos. Quien refute mis argumentos anteriores, debe al menos rendirse a esta evidencia: Los hijos de Hipólito son ejemplares. Naturalmente, los valores lo han recibido también de su madre, de quien escribiría otro artículo si no supiera que, en razón de su modestia, me lo prohibiría.

Terminaré diciendo que en mis años mozos, en razón de mi candidez y de mi tardía crisis de adolescencia (fui un rosca izquierda de primera),  fui embaucado, como tantos otros,  por las palabras de días de fiesta de aquellos que se querían de vanguardia y los únicos políticos serios del patio (Ellos son peores que la carcoma, pero bonito sí hablan, me dijo otro gurabero). Con los años uno va madurando, uno va aprendiendo, dándose cuenta lentamente de la realidad de las cosas. De esa madurez han salido, hoy, estas líneas.