La primera vez que vi a Balbino Montes de Oca (Hillman) fue en la farmacia Santa Rosa, de la Duarte con Braulio Méndez, como vendedor. Terminaba la década del sesenta.

Más que a comprar medicamentos, iba yo a menudo a esa icónica casona de madera, pintada de verde, a desvivirme con los juguetitos colocados en las cristalerías para los días de Navidad. Soñaba con que los Reyes Magos me dejaran como regalo la “guagüita de pasajeros”, la “pasajera” de siempre. La cara.

Me gastaba las fuerzas ahogando mis pies en el fango, “rigola” arriba, “rigola” abajo, un kilómetro, dos kilómetros, por ambas riberas, buscando las yerbas de reyes para colocar debajo de la cama dentro de un vaso de agua, y acompañar con mentas, cigarrillos Montecarlo o Premier, y la cartita haciéndole saber lo bien que me había comportado con mi familia.

Y, al comenzar la noche (mientras más temprano, mejor, porque a sí me aconsejaban), echarme a dormir con un ojo abierto y otro cerrado, “como la guinea tuerta”, con la pretensión nunca lograda de  vivir la estelar entrada los viajeros de oriente.

A las seis de la mañana del famoso 6 de enero, Día de los Santos Reyes, me tiraba de la cama para buscar debajo “mi sorpresa”. Nada de juguetes; ni un pito. A las siete, nada. A las  ocho, a las nueve, a las diez… Nada. Sin embargo, las mentas ya no estaban.

Mis hermanos alegaban que Gaspar, Melchor y Baltazar las habían recogido, y que no debía perder la fe porque volverían en el transcurso del día. Pero, a la una de la tarde, nada; a las dos, nada… Ya la yerba estaba resentida por el calor acumulado en la habitación de cemento. En el sur – siento– el sol quema como en ninguna parte. No he percibido esperas más largas que aquellas. 

Entonces me alegaban que, al día siguiente, llegaría una enviada especial con los regalos faltantes: “La viejita Belén”. 

La repetición de cuentos me puso “chivo”. Los Reyes no le resolvían a los buenos estudiantes, ni a los buenos hijos. Así pensaba. Luego descubrí que mis hermanos “robaban” las mentas y botaban los cigarrillos.

ME ENTENDÍA

Comoquiera, la “guagüita de pasajeros” me deslumbraba por sus colores brillantes, y ya sabía que adquirirla no dependía de tres hombres barbudos que el día más esperado por los niños bajarían del cielo sobre unos camellos gigantes. Dependía de la posibilidad económica de los míos o de los dueños de la tradicional farmacia Santa Rosa, mi madrina Colita y mi padrino Pillo, quienes –me parecía– no eran tan dadivosos, y menos cuando se trataba de juguetes “caros”. Me habrían “ahorcado” en la casa si se los hubiera pedido; mas, ganas no faltaron.

A Hillman siempre lo percibía igual, detrás del mostrador: una persona tierna, delicada, siempre sonriente, comprensiva, que le buscaba la vuelta a todo. Hasta a mi, que, pese los escasos años, ya no creía en cuentos de camino sobre los Reyes.

Cuando no estaba interpretando “jeroglíficos” de las recetas para despachar medicinas, asumía los afanes de su sastrería, separada de la farmacia solo por una pared. Al fondo, las habitaciones.

En el municipio había varios sastres de prestigio, como Milvio, Andito, Manuel Terrero, Pascual Mablanca y el mismo

Hillman.

Milvio, por ejemplo, me confeccionó el pantanloncito blanco, corto, para la investidura de “Ya sé leer”, durante la segunda mitad de los sesenta.

Hillman, dadas las estrechas relaciones de amistad con papá y mamá y mis hermanos mayores (Leonardo y Manolo), también llegó a elaborarme pantalones, en ocasiones a crédito y a precio cómodo. Con los dos últimos, no quedé a gusto. Todavía hoy creo que fui víctima de uno de los tantos aprendices que pasaron por sus manos.

En Pedernales, las familias solían comprar ropas y zapatos para las fiestas de fin de año. Un diciembre, quería yo entrenar dos pantalones. Iba a la sastrería hasta dos veces por día en busca de ellos, y solo me decían:  “Están casi listos, vuelve”. Me los entregaron justo la tarde en que debía de entrenar uno. Me quedaron como un “fututo”. Hube de usar uno viejo. ¡Cuánto dolor!

FILÁNTROPO POBRE    

De todos los sastres, ese hombre delgado, de unos 5.7 pies de estatura, tal vez no era el que lograba la más fina terminación de los pantalones y las camisas.

Pero fue –sin discusión alguna–  el único que dedicó los mejores días de su vida a enseñar lo poco que sabía; a ser consejero de muchos y papá postizo de un conjunto de jóvenes pedernalenses que, sin su espaldazo, quizás no hubieran salido de la pobreza. O, al menos, su ocio habría sido más largo que una noche de hambre.   

Y ese ángel camuflado no lo hacía a cambio de pago alguno. Su vocación de servicio y su solidaridad eran gigantes.

Esos muchachos de los sesenta y setenta tenían la sastrería como su lugar de encuentro para aprender un oficio, pero también para contarse sus historias de arrumacos y carrandales, deportes, bailes y  chismes de escuelas. Dialogaban mientras hacían pinitos. La sastrería era un hervidero permanente, cada día. 

Hillman, con su centímetro al cuello, les recibía, les escuchaba, les ayudaba… Era su “muro de los lamentaciones”.

Hoy, ellos caminan por caminos diferentes, pero ninguno –que se sepa– sufre de adicción a las drogas prohibidas, ni ha caído en las garras de la delincuencia.

Algunos de ellos: Franklin y Cano, Ángel La Rura, Chalé, Cristo, Alex, Jandito, Tony Bemba. Sobre todo, Chichicito Pérez, de origen muy pobre, pero con perseverancia y dignidad de acero. Luego, ingeniero y profesor, agradecido. Cuenta que compró una casa en la capital y se la ofreció a vivir a Hillman mientras viviera aunque él jamás pidió nada a cambio de su obra.

Hillman había marchado en silencio a vivir a un sector pobre de Santo Domingo Este, Los Mina. En la casa modesta donde vivía, también acogió sin rechistar nunca a jóvenes pedernalenses universitarios.

El 22 de enero de 2012 falleció tras ser atropellado por la jeepeta Toyota Runner, blanca, placa G021521P, cuyo conductor lo dejó tirado, como un cualquiera, en la avenida Venezuela, frente a la tienda La Sirena, municipio Santo Domingo Este.

Fue sepultado en la comunidad suroestana donde había nacido, Tábara Arriba, provincia Azua. Tenía 74 años.